lunes, 21 de julio de 2014

REVELACIONES



Hace un par de años, mi esposa se empeñó en alquilar un apartamento en la Costa Brava, uno de esos cubículos encastados en colmenas de cemento donde una muchedumbre pretende convencerse de que disfruta de unas merecidas vacaciones. Mientras mi mujer dejaba caer las horas repantingada sobre la arena o curioseando en las tiendas de souvenirs, yo dedicaba todos mis esfuerzos a la penosa tarea de sobrevivir al aburrimiento; al cabo de tres días me vi obligado a configurar un programa para administrar mi tiempo y no sucumbir al hastío. Mi jornada comenzaba temprano y se fundamentaba en las tres actividades que más aprecio: leer, cocinar y beber alcohol moderadamente. Fue precisamente en la terraza del bar donde conocí a Piotr, un polaco de edad imprecisa, desmañado y sonriente, que ayudaba a servir en las mesas durante el aperitivo. El sol daba con fuerza a esa hora y el toldo protegía la mesa donde me había instalado para saborear el vermut y releer pausadamente una edición de "Lord Jim" que conservaba desde la adolescencia. 
El tal Piotr colocó el platito de aceitunas junto al vaso y se plantó ante mí con la bandeja apoyada sobre el delantal.  "Este bueno, pero otro mejor", soltó de pronto. Y yo no supe si se refería al Martini, a mi aspecto físico o al tiempo atmosférico. De pronto, recordé que sostenía un libro entre las manos y se lo mostré, interrogante. "Este bueno" insistió, "pero muy largo, otro más corto y mejor". Me di cuenta, entonces, de que me hallaba ante uno de esos raros especímenes, tan escasos y tan curiosos, de profesionales de baja cualificación, poseedores, sin embargo, de una excepcional cultura (recuerdo haber conocido a un chofer de autobús, experto en cine europeo de posguerra). Quise ponerle a prueba y disparé: "¿no le gustan las novelas largas?". El polaco respondió con un deje de decepción: " no es eso…pero gusto Conrad si es corto, no largo." Me pareció una observación simple pero interesante, y seguí preguntando: "¿Cuál es esa otra mejor que "Lord Jim", y más corta?". "Yo pienso "heart of darkness" mejor, aunque mentira, pero mejor". Me sorprendió el impecable acento inglés junto al desastroso uso del español. Alguien llamó desde el interior del local y el camarero desapareció.
¿Mentira?, ¿a qué se refería ese tipo?, "el corazón de las tinieblas" es pura ficción, pero Conrad lo había escrito  basándose en sus propias experiencias; eso lo sabía todo el mundo. Llamé al polaco con la excusa de pedir otro vermut, y mientras me servía, ataqué de nuevo: "¿por qué mentira?, Conrad estuvo en el Congo, como Marlowe en la novela, y también conoció a Kurtz, aunque con otro nombre". El polaco mostró una sonrisa desdentada y me habló como quien corrige a un colegial torpe: "no, señor, Conrad nunca viajó a Congo, todo invento, todo mentira. Abuelo de mi padre conoció a Mr. Conrad cerca de Canterbury donde vivía." En este punto de la conversación se me atragantó una aceituna y sufrí un ataque de tos que el camarero intentó aliviar con amables golpecitos en la espalda, mientras proseguía con su discurso: " Adam Zielinski,  el abuelo de mi padre, nacido en Lodz, viajó antes Gran Guerra hasta Southampton y después vivió en Canterbury. Trabajo en farmacia. Allí conoció Mr. Conrad, que compraba láudano y opio píldoras. Los dos polacos, los dos solitarios en England. Abuelo de mi padre explicó a mi padre. Mi padre explicó a mi…" De nuevo los gritos desde el bar, y Piotr desapareció, abandonándome en un pozo de perplejidad.
Aquello era inesperado, fascinante y también inverosímil; aunque era difícil no dar crédito a aquel rostro rubicundo de mirada franca y sonrisa incoherente. Cuando lo tuve en el punto de mira, le llamé con un gesto y se acercó. "Me gustaría hablar con usted cuando acabe su turno. ¿es posible?". "Ok, yo voy a comer en Burger en veinte minutos. Usted me espera allá, si quiere, Señor".
Llamé a mi esposa - que sufrió un ataque de risa incrédula cuando supo que iba a almorzar en el McDonald's con un camarero polaco - y me dirigí al lugar de la cita. Mientras esperaba a Piotr en aquel recinto con tufo a refrito me pregunté si no estaría arriesgándome inútilmente en una aventura absurda. Imaginé a mis antiguos alumnos, sorprendidos de ver al viejo profesor de literatura, modelo de rigor y escepticismo, conversando con un charlatán. Y sin embargo, ¿cómo no dejarse atraer por ese supuesto tesoro de informaciones inéditas?, ¿quién podía resistirse a ello?.
El polaco llegó al poco rato. Sin el delantal y la bandeja, el descuido en su aspecto era todavía más notorio. Le recuerdo sentado frente a mí, masticando a dos carrillos y destilando un discurso gramaticalmente atroz pero perfectamente comprensible. Finalizó la hamburguesa y la coca-cola al mismo tiempo que su relato. Yo no probé bocado. Cuando me ofrecí a pagar la cuenta, se colocó en posición de firmes y saludó solemnemente, inclinando la cabeza. Después desapareció. Al día siguiente pregunté en el bar y me dijeron que el polaco se había marchado sin despedirse. No le volví a ver durante el resto de mi estancia allí.
La crónica de Piotr se puede sintetizar asi: Zielinski, polaco emigrado a Inglaterra, trabajó de boticario  en Bishopsbourne, cerca de Canterbury. Allí conoció a Joseph Conrad, que acudía regularmente a la farmacia para procurarse opio, del cual era habitual consumidor. Al parecer, ambos polacos intimaron hasta el punto de concertar alguna cita y conversar en su idioma natal mientras paseaban por los alrededores. Entre las confidencias que el bisabuelo de Piotr recibió del escritor, destaca la revelación de que algunas de las obras surgidas de su pluma - entre ellas "el corazón de las tinieblas" o "la linea de sombra" - nacieron de los ensueños del opio y no de su experiencia personal. Conrad, por tanto, jamás se habría internado en el río Congo, ni habría contraído las fiebres de la selva. Tampoco habría conocido a Kurtz o a su inspirador, sino que lo habría construido bajo los efectos de los narcóticos. Evidentemente, tal afirmación suponía que Conrad había falsificado datos de su propia biografía para dar visos de autenticidad a sus novelas.
Cuando, al cabo de unos días, mi esposa consideró suficientemente maltratada su piel y nuestro bolsillo, dimos por finalizadas las vacaciones. De nuevo en casa, acunado por mi amada rutina de jubilado, reflexioné sobre si era o no pertinente compartir mi secreto y consideré, finalmente, que el riesgo era demasiado alto; sin pruebas - y sin mucha convicción, la verdad - era fácil convertirse en el hazmerreir de los viejos colegas. Me faltaba, además, la voluntad y la energía suficientes para inspeccionar la trastienda desmitificadora de un escritor sagrado. A mi edad, la verdad no difiere mucho de la mentira.
Quiso la casualidad que al cabo de unos meses recibiera una llamada exaltada que acabó por extinguir del todo mis inquietudes respecto al episodio del camarero polaco. Desde el otro lado de la línea telefónica, un antiguo compañero de cátedra, jubilado como yo, parecía estar al borde del infarto:
" No te lo vas a creer. El otro día tuve el trayecto de taxi más increíble de mi vida (oye, por favor, esto es confidencial). Un tipo rarísimo pero inteligente. Un taxista culto ¿te imaginas?. Bueno, pues resulta (oye, de momento no te vayas de la lengua) que el tipo era de Praga y llevaba unos años en Barcelona….va el hombre y me suelta con toda naturalidad, que su abuelo vivió en el mismo edificio que Kafka, que le conocía personalmente. Un taxista, ¿te lo puedes creer?, un tipo desdentado por el que no das ni un duro. (oye, esto que no salga de entre nosotros). No le podía dejar escapar ( lo entiendes ¿no?) y le invité a comer. Me contó unas cosas increíbles, de primera mano. ¿Te imaginas? Franz Kafka, nuestro Kafka… Oye, quedamos y te lo explico..."









LA CARTA DE KLAUDIA


F……,   17 de  agosto de 1942

Querido Jarek,

Imagino tu cara de sorpresa cuando recibas esta carta, - Dios quiera que así sea - preguntándote cómo he podido dar contigo. No es ningún secreto: el otro día, el bueno de Piotr, el ganadero, nos trajo noticias de Varsovia; después me llevó aparte y me dijo que te había encontrado y que estabas bien. No sabes cuánto llegué a alegrarme. Aquí en la aldea, los alemanes nos dejan en paz mientras no demos problemas, pero sé que en la capital las cosas son diferentes. Yo pido a nuestro Señor que no te metas en muchos líos, Jarek, porque tu carácter es exaltado y toda prudencia es poca en los tiempos que nos ha tocado vivir.

Hace unos días, Jania, la esposa del intendente y Ludka, la viuda de Konstantin, vinieron a visitarme, preocupadas por mi suerte. Les dije que entre tú y yo no había vinculación alguna desde que pasó lo que pasó, y que para mí era un alivio tu viaje repentino ya que la distancia acostumbra a poner las cosas en su sitio. Las dos viejas asintieron y se alejaron cuchicheando entre ellas, convencidas de que yo ya estaba curada del disgusto y que tú ya no existías para mí. 

Pero la verdad es otra; la verdad es que yo te sigo queriendo, Jarek, a pesar de todo. Y te perdono, te perdono y te quiero. 
Todos desearíamos tachar algunos pedazos de nuestro pasado; esos momentos espantosos que nos persiguen y nos atormentan. Yo daría media vida por borrar de mi memoria aquel instante en que llegué a tu casa y te insulté y te escupí delante de toda tu familia. Recuerdo que permaneciste inmóvil, con la cabeza gacha, aceptando la culpa y el castigo. Pobre Jarek. Ahora te pido perdón por aquello y te suplico que comprendas; no era yo, sino un corazón herido y desesperado el que actuaba así. Después, cuando te fuiste, anduve durante semanas como un alma en pena, paralizada por la rabia y la tristeza. De noche no dormía; repetía tu nombre como una letanía y lloraba, lloraba, lloraba.

Un día se me acabaron las lágrimas y mis padres, aliviados, me vieron retomar las faenas de la casa, como si nada hubiera ocurrido. Yo creo que el dolor es una fiera salvaje; a veces nos devora y otras veces se deja domesticar y vive en el interior de nosotros para siempre.

Y ahora, Jarek, debo explicarte algo.
Tres meses después de que te fueras, el domingo de Ramos por la mañana, los camiones despertaron a la aldea entera. Al poco rato, el barrio judío se llenó de gritos, golpeteo de puertas y trajín de soldados, arriba y abajo. Nadie entendía lo que estaba pasando hasta que, a eso del mediodía, la calle mayor fue ocupada por una muchedumbre que acarreaba bultos y maletas, camino del apeadero. Ninguno de nosotros se atrevió a salir de casa, pero desde las ventanas, ocultos tras los visillos, contemplábamos aquella procesión flanqueada por soldados. La mirada aterrada de los más pequeños y el paso apurado de los ancianos me encogieron el alma.

Cuando las calles quedaron desiertas, algunos vecinos salimos corriendo para ver como acababa aquello. En el apeadero, junto a un convoy de mercancías, un oficial con uniforme negro gritaba órdenes en polaco a través de un altavoz para que la gente fuera ocupando los vagones.  Imagínate, Jarek, a todos los judíos de la aldea, - debía de haber más de  trescientos- agrupados en el terraplén que hay frente al andén y apretujándose como arenques para subir al tren. Todos perplejos, todos jadeando de puro miedo.

Fue entonces cuando Sofia, la modista, que me había acompañado hasta allí, me tomó del brazo y me susurró al oído: ahí la tienes. Pero yo ya la había descubierto entre la multitud; hubiera reconocido aquel rostro aunque se ocultara entre todas las ánimas del infierno. Caminaba junto a sus padres, con una maleta en cada mano, mirando al frente, sin ver; consciente de que jamás iba a regresar de aquel viaje. Me pareció una princesa en marcha hacia el destierro,  y entendí, Jarek, que te enamoraras de aquella mujer, porque era la criatura más hermosa de entre todas las hermosas judías de nuestra aldea, más hermosa que cualquiera de nuestras jóvenes polacas, más hermosa que yo.

Nunca la vi tan bella como en aquella tarde, cuando la miel de su cabello resplandecía entre la masa oscura de hombres y mujeres desesperados. Y aunque siempre la había odiado por el lugar que ocupaba en tu corazón y por su belleza, no la odié en ese momento. En cambio, pensé en ti, Jarek, comprendí que lanzaras por la borda nuestros años de noviazgo, nuestros proyectos de boda, la ilusión de nuestras familias, nuestro futuro, para entregarte a los brazos de aquella mujer espléndida. Cuando se encaramó al vagón y se dejó engullir por las tinieblas, sentí lástima por ti, Jarek.

Mientras el tren se alejaba, Sofía reanudó el cuchicheo (porque ni siquiera en momentos como aquel puede cierta gente resistirse a murmurar sobre los amoríos entre un polaco y una judía): que si dicen que está embarazada, que si parece que su padre la quería rapar al cero pero la madre se opuso, que si el rabino la reprobó públicamente… Yo no quise escuchar más y me fui a casa.

Al anochecer, el suceso fue celebrado por algunos aldeanos. Lo sé porque desde mi cama pude oír proclamas vergonzosas en boca de borrachos y música de baile. Yo pasé la noche en vela, pensando en ti.

Han transcurrido cuatro meses y los judíos no han vuelto; yo no creo que regresen jamás a la aldea. Hay rumores sobre su suerte que me ponen los pelos de punta pero yo no quiero saber nada; bastante padecemos ya con esta guerra como para añadir sufrimiento con chismes y figuraciones.
Ahora el Ayuntamiento tiene intenciones de subastar las mejores viviendas del barrio judío y mi padre se ha interesado por el viejo caserón del herrero Leitner; dice que le gustaría verme viviendo allí, cuando me case.

Pero yo no me casaré nunca, Jarek, porque mi corazón está contigo en Varsovia o donde quiera que tú estés. Tal vez algún día, cuando acabe esta guerra, podamos recomponer nuestras vidas de nuevo, sin obstáculos entre nosotros, libres para realizar todas nuestras ilusiones.

Mientras tanto, Jarek, yo seguiré esperándote.

Que Dios te bendiga y te proteja de todo mal.

Tuya para siempre.


Klaudia.


LOS AFORISMOS DE JONÁS

El barbero de mi barrio se llamaba Jonás.  Fui, de adolescente, asiduo de su tijera, a pesar de que siempre me cortase más de la cuenta y con tan poca gracia,  que al salir de su local me apresuraba a encerrarme en mi habitación, donde permanecía oculto hasta el momento de armarme de valor para enfrentarme al mundo. Otras motivos – y no sólo el adecentamiento de mi pelambre – me arrastraban hasta la peluquería de Jonás.  Y no era yo el único en sentir esa llamada.
En el barrio le apodaban el “inspirao”,  pues era frecuente que interrumpiese su tarea para proferir, inmóvil y con tijera en mano, sentencias insólitas de creación propia. Muchos varones de edad diversa que acudían al local como supuestos clientes, lo hacían, en realidad, guiados por una inconfesable fascinación hacia las máximas que surgían espontáneamente de la boca del barbero. En esas tardes muertas del verano,  he visto a menudo la pequeña barbería abarrotada de espectadores que simulaban aguardar turno y que acababan abandonando el local, al final de la jornada, con cabello y barba intactos.
Jonás no era, por lo demás, muy diferente de cualquier otro barbero; poseía, como todos los de su gremio, la capacidad de intuir si el cliente quería o no conversación. Cuando se daba el caso, su lengua se acomodaba a  cualquier tema, aunque la experiencia le aconsejaba evitar la política y la religión. Otras veces se limitaba a escuchar con rostro impasible, asintiendo con monosílabos.  Si el parroquiano lo requería, callaba Jonás durante toda la faena.
Los arrebatos del barbero se daban inopinadamente, sin mediar indicio alguno que anunciara el ritual que se desarrollaba a continuación: Jonás, con la mirada perdida en un horizonte remoto, interrumpía súbitamente su labor y congelaba el gesto, los hombres enmudecían y contenían el aliento, la barbería se hinchaba de expectación, el tiempo se detenía.  Y entonces Jonás hablaba.  Al concluir su alocución, los presentes permanecían todavía un instante bajo el hechizo, cercados por un silencio que parecía sagrado. Todo ocurría en menos de un minuto, después se reanudaba el bullicio, el humo y el sonido de las tijeras, como si nada especial hubiera sucedido.
Aquellos episodios acaecían con una frecuencia irregular; podían repetirse varias veces en un solo día o cesar durante una semana. Los parroquianos, extrañamente pacientes, acudían regularmente a la espera de su alimento; ignoro si entendían algo de aquellas reflexiones, pero lo cierto es que bebían las palabras como si fuera ambrosía.
 La voz de aquel barbero - hombre obeso y amanerado- era aflautada, casi femenina. Mi memoria fantasea con la imagen de un eunuco aleccionando con afectación a un grupo de cortesanos. A continuación, transcribo algunas muestras de aquel singular repertorio que fui atesorando en secreto:
"La esperanza nos quita la esperanza de que no hay esperanza".
"El día nos contempla con un solo ojo. La noche, desde la tiniebla, con infinitos".
"El vegetal se alza hacia el sol y se hunde hacia el centro de la tierra y, sin embargo, no se desgarra"
"No encontrarás en los libros más que papel y tinta si no lees con tiento"
"Mientras duermes, el odio y el amor se reúnen cada noche y juegan a las cartas"
"Los elogios que recibas son un espejismo que te desvía del camino hacia el verdadero oasis"
"Si buscas en los ojos de tu amante el amor eterno no verás otra cosa que no sea su búsqueda de lo mismo en los tuyos”.
"La voz de la experiencia es la voz de uno mismo, enronquecida por el dolor y el miedo"
"El joven ignora la vejez que desconoce. El viejo quisiera ignorar la juventud que ha conocido"
"Las tormentas del alma no traen lluvia sino sequedad y fuego”.
Jonás murió un domingo por la mañana, poco después de sufrir un infarto mientras lanzaba las migas de su bocadillo a las palomas del parque. Tras su pérdida, el barrio pareció perder su magia y comenzó a transformarse. Hoy en día, la vieja barbería es un comercio regentado por una mujer asiática que sonríe sin cesar.

Recuerdo que a los pocos días de morir el barbero, me aventuré a entrar en el hospital, agobiado por el deseo de rescatar una sentencia póstuma, y pregunté por el doctor que le había atendido en el último instante. "Ah si, el señor gordito del domingo pasado. Y dices que era tu barbero… ¿Sus últimas palabras? Pues la verdad, no lo recuerdo…yo llevaba muchas horas de guardia y…Espera, si, cuando has dicho que era barbero me he acordado. Fue justo antes de que perdiera la conciencia. Se enderezó en la camilla, me miró a la cara y preguntó: ¿afeitar o cortar?"