Hace un par de años, mi esposa se empeñó
en alquilar un apartamento en la Costa Brava, uno de esos cubículos encastados
en colmenas de cemento donde una muchedumbre pretende convencerse de que
disfruta de unas merecidas vacaciones. Mientras mi mujer dejaba caer las horas
repantingada sobre la arena o curioseando en las tiendas de souvenirs, yo
dedicaba todos mis esfuerzos a la penosa tarea de sobrevivir al aburrimiento;
al cabo de tres días me vi obligado a configurar un programa para administrar
mi tiempo y no sucumbir al hastío. Mi jornada comenzaba temprano y se
fundamentaba en las tres actividades que más aprecio: leer, cocinar y beber
alcohol moderadamente. Fue precisamente en la terraza del bar donde conocí a
Piotr, un polaco de edad imprecisa, desmañado y sonriente, que ayudaba a servir
en las mesas durante el aperitivo. El sol daba con fuerza a esa hora y el toldo
protegía la mesa donde me había instalado para saborear el vermut y releer
pausadamente una edición de "Lord Jim" que conservaba desde la
adolescencia.
El tal Piotr colocó el platito de
aceitunas junto al vaso y se plantó ante mí con la bandeja apoyada sobre el
delantal. "Este bueno, pero otro
mejor", soltó de pronto. Y yo no supe si se refería al Martini, a mi
aspecto físico o al tiempo atmosférico. De pronto, recordé que sostenía un
libro entre las manos y se lo mostré, interrogante. "Este bueno"
insistió, "pero muy largo, otro más corto y mejor". Me di cuenta,
entonces, de que me hallaba ante uno de esos raros especímenes, tan escasos y
tan curiosos, de profesionales de baja cualificación, poseedores, sin embargo,
de una excepcional cultura (recuerdo haber conocido a un chofer de autobús,
experto en cine europeo de posguerra). Quise ponerle a prueba y disparé:
"¿no le gustan las novelas largas?". El polaco respondió con un deje
de decepción: " no es eso…pero gusto Conrad si es corto, no largo."
Me pareció una observación simple pero interesante, y seguí preguntando:
"¿Cuál es esa otra mejor que "Lord Jim", y más corta?".
"Yo pienso "heart of darkness" mejor, aunque mentira, pero
mejor". Me sorprendió el impecable acento inglés junto al desastroso uso
del español. Alguien llamó desde el interior del local y el camarero
desapareció.
¿Mentira?, ¿a qué se refería ese tipo?,
"el corazón de las tinieblas" es pura ficción, pero Conrad lo había
escrito basándose en sus propias
experiencias; eso lo sabía todo el mundo. Llamé al polaco con la excusa de
pedir otro vermut, y mientras me servía, ataqué de nuevo: "¿por qué
mentira?, Conrad estuvo en el Congo, como Marlowe en la novela, y también
conoció a Kurtz, aunque con otro nombre". El polaco mostró una sonrisa
desdentada y me habló como quien corrige a un colegial torpe: "no, señor,
Conrad nunca viajó a Congo, todo invento, todo mentira. Abuelo de mi padre
conoció a Mr. Conrad cerca de Canterbury donde vivía." En este punto de la
conversación se me atragantó una aceituna y sufrí un ataque de tos que el
camarero intentó aliviar con amables golpecitos en la espalda, mientras proseguía
con su discurso: " Adam Zielinski, el
abuelo de mi padre, nacido en Lodz, viajó antes Gran Guerra hasta Southampton y
después vivió en Canterbury. Trabajo en farmacia. Allí conoció Mr. Conrad, que
compraba láudano y opio píldoras. Los dos polacos, los dos solitarios en
England. Abuelo de mi padre explicó a mi padre. Mi padre explicó a mi…" De
nuevo los gritos desde el bar, y Piotr desapareció, abandonándome en un pozo de
perplejidad.
Aquello era inesperado, fascinante y
también inverosímil; aunque era difícil no dar crédito a aquel rostro rubicundo
de mirada franca y sonrisa incoherente. Cuando lo tuve en el punto de mira, le
llamé con un gesto y se acercó. "Me gustaría hablar con usted cuando acabe
su turno. ¿es posible?". "Ok, yo voy a comer en Burger en veinte
minutos. Usted me espera allá, si quiere, Señor".
Llamé a mi esposa - que sufrió un ataque
de risa incrédula cuando supo que iba a almorzar en el McDonald's con un
camarero polaco - y me dirigí al lugar de la cita. Mientras esperaba a Piotr en
aquel recinto con tufo a refrito me pregunté si no estaría arriesgándome
inútilmente en una aventura absurda. Imaginé a mis antiguos alumnos,
sorprendidos de ver al viejo profesor de literatura, modelo de rigor y
escepticismo, conversando con un charlatán. Y sin embargo, ¿cómo no dejarse
atraer por ese supuesto tesoro de informaciones inéditas?, ¿quién podía
resistirse a ello?.
El polaco llegó al poco rato. Sin el
delantal y la bandeja, el descuido en su aspecto era todavía más notorio. Le
recuerdo sentado frente a mí, masticando a dos carrillos y destilando un
discurso gramaticalmente atroz pero perfectamente comprensible. Finalizó la
hamburguesa y la coca-cola al mismo tiempo que su relato. Yo no probé bocado.
Cuando me ofrecí a pagar la cuenta, se colocó en posición de firmes y saludó
solemnemente, inclinando la cabeza. Después desapareció. Al día siguiente
pregunté en el bar y me dijeron que el polaco se había marchado sin despedirse.
No le volví a ver durante el resto de mi estancia allí.
La crónica de Piotr se puede sintetizar
asi: Zielinski, polaco emigrado a Inglaterra, trabajó de boticario en Bishopsbourne,
cerca de Canterbury. Allí conoció a Joseph Conrad, que acudía regularmente a la
farmacia para procurarse opio, del cual era habitual consumidor. Al parecer,
ambos polacos intimaron hasta el punto de concertar alguna cita y conversar en
su idioma natal mientras paseaban por los alrededores. Entre las confidencias
que el bisabuelo de Piotr recibió del escritor, destaca la revelación de que
algunas de las obras surgidas de su pluma - entre ellas "el corazón de las
tinieblas" o "la linea de sombra" - nacieron de los ensueños del
opio y no de su experiencia personal. Conrad, por tanto, jamás se habría
internado en el río Congo, ni habría contraído las fiebres de la selva. Tampoco
habría conocido a Kurtz o a su inspirador, sino que lo habría construido bajo
los efectos de los narcóticos. Evidentemente, tal afirmación suponía que Conrad
había falsificado datos de su propia biografía para dar visos de autenticidad a
sus novelas.
Cuando, al cabo
de unos días, mi esposa consideró suficientemente maltratada su piel y nuestro
bolsillo, dimos por finalizadas las vacaciones. De nuevo en casa, acunado por
mi amada rutina de jubilado, reflexioné sobre si era o no pertinente compartir
mi secreto y consideré, finalmente, que el riesgo era demasiado alto; sin
pruebas - y sin mucha convicción, la verdad - era fácil convertirse en el
hazmerreir de los viejos colegas. Me faltaba, además, la voluntad y la energía
suficientes para inspeccionar la trastienda desmitificadora de un escritor
sagrado. A mi edad, la verdad no difiere mucho de la mentira.
Quiso la
casualidad que al cabo de unos meses recibiera una llamada exaltada que acabó
por extinguir del todo mis inquietudes respecto al episodio del camarero
polaco. Desde el otro lado de la línea telefónica, un antiguo compañero de
cátedra, jubilado como yo, parecía estar al borde del infarto:
" No te lo
vas a creer. El otro día tuve el trayecto de taxi más increíble de mi vida
(oye, por favor, esto es confidencial). Un tipo rarísimo pero inteligente. Un
taxista culto ¿te imaginas?. Bueno, pues resulta (oye, de momento no te vayas
de la lengua) que el tipo era de Praga y llevaba unos años en Barcelona….va el
hombre y me suelta con toda naturalidad, que su abuelo vivió en el mismo
edificio que Kafka, que le conocía personalmente. Un taxista, ¿te lo puedes
creer?, un tipo desdentado por el que no das ni un duro. (oye, esto que no
salga de entre nosotros). No le podía dejar escapar ( lo entiendes ¿no?) y le
invité a comer. Me contó unas cosas increíbles, de primera mano. ¿Te imaginas?
Franz Kafka, nuestro Kafka… Oye, quedamos y te lo explico..."