viernes, 19 de septiembre de 2014

ANTES Y DESPUÉS

ANTES

Era al inicio de la tarde, ese momento hueco y fronterizo en que el mundo parece retener el aliento antes de abordar el resto de la jornada. "Qué quietud…", pensó el viejo "…los animales descansan a esta hora.". En la llanura ardiente, junto al campamento, algunos niños alborotaban un poco, pero sus gritos y sus risas apenas alteraban aquella atmósfera de sosiego.

El anciano, sentado sobre un baúl, acarició la cabeza de un perrito que dormitaba a su lado. "Si todo acabara aquí..., si finalmente no llegara el momento…", suspiraba.
Súbitamente, el cachorro alzó la cabeza y sus orejas en punta se menearon en todas direcciones. El viejo se puso en pie y dirigió su mirada al horizonte; tras la cordillera pelada asomaban algunas volutas de algodón gris. "Ya está aquí", se dijo. Y casi de inmediato se despertó una brisa húmeda que hizo temblar el paño de las tiendas. 

Se recordó un año atrás, cuando, regresando de los huertos, a la hora del crepúsculo, una fuerza sobrehumana le hizo caer de bruces y una voz indescriptible – como un trueno parlante – le dictó quehaceres insólitos.

Él, campesino ignorante, cargado de hijos harapientos y deudas perpetuas, era requerido desde los abismos celestiales. 

En los días posteriores, se rebeló en vano contra aquellos apremios y en su desesperación, quiso imaginar que era su mente enferma la que transformaba el viento del desierto en la llamada del Creador. Poco a poco, el aliento divino fue penetrando en la sangre de aquel hombre hasta hinchar su corazón con la sagrada convicción de que era el elegido del cielo.

Cumplió con la inmensa, absurda misión y aquella tarde, transcurrido un año de esfuerzos colosales, contemplaba los confines escarpados del desierto, asombrado por el aspecto inofensivo de aquellas nubarrones que coronaban la sierra. 

Después del primer trueno, el perrito gimió y los niños interrumpieron el juego. En ese mismo instante, desde el interior del enorme armazón de madera, llegó un estruendo de pájaros y fieras que ya no cesaría en catorce meses de travesía.
Cuando cayeron las primeras gotas, Noé ordenó levantar el campamento y congregó a los suyos para entrar en el arca.


DESPUÉS

He venido porque me dijeron que los búhos saben escuchar y que a veces dan buenos consejos….Si, gracias… ¿ahí, en el diván? no, no, es imposible; los avestruces no podemos tumbarnos, es una cuestión de anatomía ¿sabe? No se preocupe doctor, estoy cómodo aquí, gracias.

La cosa empezó hará unos tres años… bueno, supongo que ya sabe a qué me refiero. En realidad todo bicho viviente tiene que saberlo; de un día para otro aparecieron aquellos tipos barbudos, montados en camellos, capturando animales a destajo. Eso sí, tenían que ser parejitas y, a ser posible, adultas. En fin, no sé cómo le apresaron a usted, doctor, a mí me pillaron en la pradera, en plena persecución de Irene, la hembra de mis sueños. Irene… de verdad que cuando la evoco, se me llenan los ojos de lágrimas. En resumidas cuentas, era una belleza y un encanto de avestruz. Fingía hacerse la estrecha conmigo y cada mañana jugábamos al pilla-pilla, riendo y agitando las alitas. Generalmente, acabábamos ocultándonos en los campos de cereales donde siempre caía algún beso, y no pasábamos de ahí aunque, entre usted y yo, doctor: ya casi la tenía en el bote. Irene…qué muslitos gráciles, qué hermosas pestañas… Disculpe, doctor, es que me emociono al recordarla…

Pues llegaron aquellos bárbaros y me metieron en una jaula de mimbre, si bien les hice sudar la gota gorda para conseguirlo. A los pocos minutos oí que alguien gritaba "¡Aquí hay una hembra, dame el lazo!". Mi pequeña Irene, pensé, prisionera, como yo… Y entonces me embargó una dulce tristeza al imaginar que tal vez fuéramos a compartir un trágico destino. 

Pero las cosas, doctor, - y usted lo debe saber tan bien como yo - nunca son como uno se imagina, y en los peores casos, el sueño se convierte en horrible pesadilla: mi compañera de jaula no fue Irene sino Sandra, una criatura mezquina y paticorta, la hembra más fachosa de la llanura que, además, estaba enamorada de mí desde que salimos del huevo. Para más inri, mientras nos alejábamos con el carro, adiviné la silueta de Irene contemplándonos desde el trigal y pude apreciar también, por desgracia, al imbécil de Bruno - un jovenzuelo petulante - iniciando los pasos para hacerle la corte. Sé que ambos habrán muerto ahogados - pobre Irene - pero le aseguro, doctor, que hubiera preferido mil veces esa suerte a la mía.

El resto de la historia se lo puede imaginar: la entrada en el arca, con aquel jaleo de bestias de toda condición, las bodegas de la nave, donde apenas se podía respirar, los aullidos, los graznidos, la pestilencia…, en fin, doctor, qué le voy a contar que usted no sepa. Por lo demás, ¿qué se puede hacer en una celda de 4 metros cuadrados durante más de un año, acompañado por una hembra, aunque esa hembra sea detestable para uno? El caso es que al final de la travesía, éramos siete en lugar de dos. Recuerdo las risitas de las hienas, que ocupaban la celda de en frente, cada vez que la estúpida de Sandra soltaba uno de sus enormes huevos.

Y ahora, doctor, nuestra descendencia va a ocupar las praderas. ¿Se da cuenta, doctor? No puedo soportar la idea de que los futuros avestruces que pueblen el planeta van a ser hijos míos y de esa gallina estirada. ¡Qué espantosa perspectiva! Ojala cayera otro diluvio…Ayúdeme doctor, me siento muy deprimido.