Como cada viernes, el doctor Pizarro abrió la puerta del despacho a las
nueve y quince de la mañana. Disponía de cinco minutos para acomodarse y diez
minutos más para revisar los historiales de los pacientes que iba a recibir. A
las nueve y media comenzaban las sesiones.
Ignacio Pizarro, doctorado en neurología y psiquiatría por la Universidad de Deusto
y director adjunto de la
Clínica San Blas, dedicaba la mañana de los viernes a revisar
a los pacientes ingresados cuya patología requiriera un seguimiento más directo
- casos publicables, los llamaba él - y cuyo tratamiento se resistía a ceder a
sus colegas. Aquellas perlas no debían caer en manos inexpertas, se decía. Y de
ese modo disfrazaba su soberbia con un alto sentido de la responsabilidad.
El doctor Pizarro se arrellanó en la butaca y contempló el microcosmos desplegado
sobre la mesa de roble: la pila de historiales, el cubilete con lápices
perfectamente afilados, el almanaque, un par de volúmenes encuadernados en piel
y el portarretratos enmarcando a su esposa y a sus dos hijos adolescentes. Al
mirar la foto de familia, sintió una ligera punzada en el testículo izquierdo y
recordó que la víspera - los jueves y sábados noche estaban reservados al sexo
conyugal - su mujer se había declarado indispuesta cuando quiso acariciarla. Al
Dr. Pizarro le incomodaba el regusto amargo del deseo insatisfecho; lo
consideraba nocivo para el buen desarrollo de toda labor profesional.
Hijo de un coronel de la
Benemérita, Pizarro había elegido la psiquiatría a modo de instrumento
para reparar las piezas defectuosas del entramado social; piezas que, una vez
restauradas, podían ser recolocadas apropiadamente en la maquinaria. Si Pizarro
padre había intentado proteger el frágil equilibrio de este universo nuestro
con pistola y tricornio, Pizarro hijo lo hacía con bata blanca, perspicacia y
disciplina. Ambos creían luchar contra el caos, ambos eran taciturnos, ambos
desdichados.
El coronel Pizarro murió consumido por el Alzheimer en el mismo
hospital que ahora dirigía su hijo. Por entonces - veinte años atrás - el
suceso reforzó en el joven residente la convicción de que el enemigo del ser
humano - el maligno, en términos teológicos - es lo irracional, lo no
mesurable, todo aquello, en fin, que desordena las conductas y nos avoca a la
confusión; el prototipo de mente perfecta debería estar libre de tales
fantasmas. En ocasiones - su padre era un ejemplo - la invasión del horror era inesperada
e inevitable; otras veces, sin embargo, era posible defenderse y vencer. El Dr.
Pizarro se consideraba a sí mismo un combatiente honesto y eficaz. Por lo
demás, desconfiaba del arte, del alcohol, de las mujeres y, por supuesto, de la
religión.
Cuando llamaron a la puerta, la jaqueca inoportuna de su esposa -
circunstancia demasiado reiterada en los últimos meses - todavía le ocupaba el
pensamiento.
- Aquí se lo dejo, doctor. Si me necesita, estoy afuera, en el pasillo.
El auxiliar cerró la puerta y el doctor quedó a solas con el paciente.
Por ser la primera visita de aquel enfermo recién ingresado, Pizarro
tenía fresco el historial: Genaro Fuentes, 43 años, licenciado en ciencias
químicas, doctor en filología hispánica y filosofía, interino en un instituto
de secundaria donde daba clases de literatura desde hacía cuatro años. Soltero.
Hernia discal. Trastornos maniaco depresivos desde la adolescencia con
episodios psicóticos en los últimos meses. Dos intentos de suicidio y varias
denuncias por agresión. Ingreso en la clínica por dictamen judicial tras armar
un escándalo en el aula (al parecer, había golpeado a una muchacha por negarse
a adorar una imagen supuestamente sagrada que, por cierto, solo él podía ver, y
los alumnos habían acudido en defensa de su compañera). Terapia de
mantenimiento con diazepam y neurolépticos.
Según el último informe, Genaro persistía en sus delirios.
El Dr. Pizarro, que esperaba a un intelectual desmañado, de mirada
vidriosa y gestos ampulosos, halló frente a sí a un hombrecillo enjuto, apocado
y sonriente que examinaba el entorno con ojos infantiles.
Poco amante de los rodeos, consciente de que aquel tipo con aspecto de
conserje no había obtenido las tres licenciaturas en una tómbola, el doctor
disparó sin más preámbulos:
- A ver, Genaro, siéntese. ¿Qué es eso de las apariciones?
- Qué mesa más bonita, doctor, ¿es haya o roble? - sorprendentemente,
una profunda voz de barítono surgió de aquel cuerpo esmirriado.
- Roble. Ahora hábleme de la
Virgen. - Pizarro acorralaba por sistema a los pacientes,
como el otro Pizarro, el padre, hiciera con gitanos y contrabandistas.
-No está aquí ahora, doctor, - Genaro alzó la cabeza y miró al techo,
sonriendo - pero no anda lejos.
- ¿Desde cuándo ocurre eso, Genaro?, ¿desde cuándo se le aparece?
Genaro se levantó de la silla, respiró hondo y juntó la palma de las
manos en gesto de oración. Pizarro miró al paciente con el desafecto de su
profesionalidad curtida y anotó algo en un cuadernillo.
- Ay… ella es la reina del cielo, la santa presencia que ensancha mi
alma…
- ¿Y qué aspecto tiene, es guapa? - el doctor Pizarro sabía que el paso
de lo abstracto a lo concreto descolocaba momentáneamente a ciertos pacientes
psicóticos. Genaro reaccionó, sin embargo, de modo inesperado: dejó de sonreír,
frunció el ceño y se sentó de nuevo, con gesto enérgico.
- Voy a decirle que aspecto tiene - con la mirada fija en el doctor,
parecía asumir con gravedad la enorme responsabilidad de tamaña descripción.
Se sucedió entonces un interminable monólogo cargado de abarrocados
detalles sobre la figura, la indumentaria, la voz y demás atributos de la Santa Madre de Dios;
semblanza que Genaro había ido atesorando durante las visitas con que le
obsequiara la insigne Señora.
El retrato duró unos veinte minutos y el Dr. Pizarro se aburrió
bastante, pero consideró prudente no interrumpir al visionario y se limitó a
tomar algunas notas. Al fin y al cabo es la primera sesión, ya cabrán
interrogatorios en futuros encuentros, pensó mientras miraba el reloj.
En el momento de la despedida, encajadas las manos, Pizarro sonrió al
paciente:
- Nos vemos la semana próxima, Genaro. Cuídese y no haga tonterías.
- Gracias doctor, este despacho me gusta mucho y además…
De repente, una súbita presión en la mano sorprendió al Dr. Pizarro.
Genaro le miraba con expresión arrebatada, clavándole los ojos. Cuando habló, las
palabras surgieron de su boca con la solemnidad de un oráculo:
- La
Inmaculada Madre de Dios me visitó anoche y me encargó un
mensaje para usted (aquí Genaro encorvó la espalda y convirtió su voz en un
susurro): "Hijo mío, tu esposa no sufre dolencias de cabeza sino de
corazón, pues su aflicción es tu frialdad, tu desamor. Pronto verás vacía la
casa donde vives pues ella buscará consuelo en otros brazos. Ahora prepárate
para el llanto, hijo mío."
Genaro enderezó bruscamente el rostro y miró en rededor, como si despertara
del sueño en un lugar extraño. - ¿He dicho algo inconveniente, doctor? A veces
no recuerdo mis propias palabras… Adiós, doctor, gracias, doctor.
Ignacio Pizarro, doctor en psiquiatría, permaneció inmóvil ante la
puerta cerrada, sumergido en una espesa niebla de perplejidad. Brotó de la
memoria el rostro demacrado de su padre, atado con correas a la cama del
hospital, poco antes de morir balbuceando incoherencias.
El pobre doctor se dejó atravesar por un escalofrío, y aquel sólido
edificio interior que constituía su carácter y sus convicciones se tambaleó
durante unos instantes. Consideró que lo
irracional, lo oscuro, lo inclasificable, tomaba miles de formas, - a semejanza
del demonio medieval - mezclando verdad y mentira para así dominar al hombre.
Venceré, se dijo temblando, sin saber muy bien a qué se refería.
Aquella noche, el doctor Pizarro se mantuvo despierto en la cama, con
la mirada fija en la espalda de su mujer.