martes, 22 de julio de 2014

RETAZOS

Al finalizar la función, el payaso encontró a su hijo en la entrada de la carpa. El payaso lo tomó en brazos.
- ¿Te ha gustado el espectáculo, hijo mío?
El payaso sintió un escalofrío cuando escuchó la respuesta del pequeño:
- Me ha gustado mucho, papá. Cuando sea mayor quiero ser como tú: asesino de tristezas.

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Uno de los soldados romanos que participó en la ejecución de Jesucristo y de los dos ladrones, solía explicar que mientras ascendían por el sendero que lleva a la cima del Gólgota comprendió, de pronto, que el Nazareno era inocente.
¿Qué hacer?, se preguntó. Y al instante halló la solución a su conflicto, pues consideró que el hombre que obra en contra de su conciencia, sometido por la obediencia a un superior injusto, es también una figura arquetípica en el universo, y tan lícita y necesaria como la del santo varón que iba a ser sacrificado.

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Ruben Zukerman, astrónomo de gran prestigio, se hallaba en su gabinete, estudiando el firmamento a través del telescopio, cuando descubrió un nuevo astro. Entendió que aquella estrella flotaba en los confines del universo y era, probablemente, el objeto más lejano que cualquier ojo humano hubiera podido contemplar; decidió, por tanto, asignarle un nombre apropiado. Justo en ese instante, la estridente voz de su mujer llegó a través del hueco de la escalera:
- ¡Rubén, maldita sea, si no bajas inmediatamente a cenar, le echaré tu cena a los perros…!
El astrónomo consideró que la nueva estrella se denominara Eliana, pues así se llamaba su esposa, y bajó a cenar, sonriente, reconfortado por la idea de que al menos una parte de aquel ser abominable se hallaba a una distancia considerable del planeta Tierra.

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Dos hombres se encontraron en el sendero que lleva a la eternidad. Uno de ellos había sido malvado y descreído de todo lo sagrado, pero tras una larga vida de vicio, se mostró arrepentido ante el clérigo y fue absuelto de todos sus pecados; se dirigía al paraíso de los justos con el salvoconducto apropiado. El otro había practicado la castidad y el ascetismo durante muchos años pero en un último instante de debilidad, el dolor físico le obligó a maldecir al Santísimo y se condenó; su credencial le asignaba al infierno. Ambos se relataron sus respectivas historias.
A medio camino, el condenado exclamó: "Mirad, allá tras esas cumbres se ven los destellos de la Gloria eterna", y el otro miró distraídamente en aquella dirección; momento que aprovechó el asceta para intercambiar los documentos que cada cual llevaba en los bolsillos.

Llegados a las puertas de la eternidad, cada cual fue destinado al lugar que constaba en los papeles. Y el asceta comprendió, mientras cruzaba el umbral del Cielo, que las obras de los hombres también ayudan a que se cumpla la justicia de Dios.

DOCTOR PIZARRO

Como cada viernes, el doctor Pizarro abrió la puerta del despacho a las nueve y quince de la mañana. Disponía de cinco minutos para acomodarse y diez minutos más para revisar los historiales de los pacientes que iba a recibir. A las nueve y media comenzaban las sesiones.
Ignacio Pizarro, doctorado en neurología y psiquiatría por la Universidad de Deusto y director adjunto de la Clínica San Blas, dedicaba la mañana de los viernes a revisar a los pacientes ingresados cuya patología requiriera un seguimiento más directo - casos publicables, los llamaba él - y cuyo tratamiento se resistía a ceder a sus colegas. Aquellas perlas no debían caer en manos inexpertas, se decía. Y de ese modo disfrazaba su soberbia con un alto sentido de la responsabilidad.
El doctor Pizarro se arrellanó en la butaca y contempló el microcosmos desplegado sobre la mesa de roble: la pila de historiales, el cubilete con lápices perfectamente afilados, el almanaque, un par de volúmenes encuadernados en piel y el portarretratos enmarcando a su esposa y a sus dos hijos adolescentes. Al mirar la foto de familia, sintió una ligera punzada en el testículo izquierdo y recordó que la víspera - los jueves y sábados noche estaban reservados al sexo conyugal - su mujer se había declarado indispuesta cuando quiso acariciarla. Al Dr. Pizarro le incomodaba el regusto amargo del deseo insatisfecho; lo consideraba nocivo para el buen desarrollo de toda labor profesional.
Hijo de un coronel de la Benemérita, Pizarro había elegido la psiquiatría a modo de instrumento para reparar las piezas defectuosas del entramado social; piezas que, una vez restauradas, podían ser recolocadas apropiadamente en la maquinaria. Si Pizarro padre había intentado proteger el frágil equilibrio de este universo nuestro con pistola y tricornio, Pizarro hijo lo hacía con bata blanca, perspicacia y disciplina. Ambos creían luchar contra el caos, ambos eran taciturnos, ambos desdichados.
El coronel Pizarro murió consumido por el Alzheimer en el mismo hospital que ahora dirigía su hijo. Por entonces - veinte años atrás - el suceso reforzó en el joven residente la convicción de que el enemigo del ser humano - el maligno, en términos teológicos - es lo irracional, lo no mesurable, todo aquello, en fin, que desordena las conductas y nos avoca a la confusión; el prototipo de mente perfecta debería estar libre de tales fantasmas. En ocasiones - su padre era un ejemplo - la invasión del horror era inesperada e inevitable; otras veces, sin embargo, era posible defenderse y vencer. El Dr. Pizarro se consideraba a sí mismo un combatiente honesto y eficaz. Por lo demás, desconfiaba del arte, del alcohol, de las mujeres y, por supuesto, de la religión.
Cuando llamaron a la puerta, la jaqueca inoportuna de su esposa - circunstancia demasiado reiterada en los últimos meses - todavía le ocupaba el pensamiento.
- Aquí se lo dejo, doctor. Si me necesita, estoy afuera, en el pasillo.
El auxiliar cerró la puerta y el doctor quedó a solas con el paciente.
Por ser la primera visita de aquel enfermo recién ingresado, Pizarro tenía fresco el historial: Genaro Fuentes, 43 años, licenciado en ciencias químicas, doctor en filología hispánica y filosofía, interino en un instituto de secundaria donde daba clases de literatura desde hacía cuatro años. Soltero. Hernia discal. Trastornos maniaco depresivos desde la adolescencia con episodios psicóticos en los últimos meses. Dos intentos de suicidio y varias denuncias por agresión. Ingreso en la clínica por dictamen judicial tras armar un escándalo en el aula (al parecer, había golpeado a una muchacha por negarse a adorar una imagen supuestamente sagrada que, por cierto, solo él podía ver, y los alumnos habían acudido en defensa de su compañera). Terapia de mantenimiento con diazepam y neurolépticos.
Según el último informe, Genaro persistía en sus delirios.
El Dr. Pizarro, que esperaba a un intelectual desmañado, de mirada vidriosa y gestos ampulosos, halló frente a sí a un hombrecillo enjuto, apocado y sonriente que examinaba el entorno con ojos infantiles.
Poco amante de los rodeos, consciente de que aquel tipo con aspecto de conserje no había obtenido las tres licenciaturas en una tómbola, el doctor disparó sin más preámbulos:
- A ver, Genaro, siéntese. ¿Qué es eso de las apariciones?
- Qué mesa más bonita, doctor, ¿es haya o roble? - sorprendentemente, una profunda voz de barítono surgió de aquel cuerpo esmirriado.
- Roble. Ahora hábleme de la Virgen. - Pizarro acorralaba por sistema a los pacientes, como el otro Pizarro, el padre, hiciera con gitanos y contrabandistas.
-No está aquí ahora, doctor, - Genaro alzó la cabeza y miró al techo, sonriendo - pero no anda lejos.
- ¿Desde cuándo ocurre eso, Genaro?, ¿desde cuándo se le aparece?
Genaro se levantó de la silla, respiró hondo y juntó la palma de las manos en gesto de oración. Pizarro miró al paciente con el desafecto de su profesionalidad curtida y anotó algo en un cuadernillo.
- Ay… ella es la reina del cielo, la santa presencia que ensancha mi alma…
- ¿Y qué aspecto tiene, es guapa? - el doctor Pizarro sabía que el paso de lo abstracto a lo concreto descolocaba momentáneamente a ciertos pacientes psicóticos. Genaro reaccionó, sin embargo, de modo inesperado: dejó de sonreír, frunció el ceño y se sentó de nuevo, con gesto enérgico.
- Voy a decirle que aspecto tiene - con la mirada fija en el doctor, parecía asumir con gravedad la enorme responsabilidad de tamaña descripción.
Se sucedió entonces un interminable monólogo cargado de abarrocados detalles sobre la figura, la indumentaria, la voz y demás atributos de la Santa Madre de Dios; semblanza que Genaro había ido atesorando durante las visitas con que le obsequiara la insigne Señora.
El retrato duró unos veinte minutos y el Dr. Pizarro se aburrió bastante, pero consideró prudente no interrumpir al visionario y se limitó a tomar algunas notas. Al fin y al cabo es la primera sesión, ya cabrán interrogatorios en futuros encuentros, pensó mientras miraba el reloj.
En el momento de la despedida, encajadas las manos, Pizarro sonrió al paciente:
- Nos vemos la semana próxima, Genaro. Cuídese y no haga tonterías.
- Gracias doctor, este despacho me gusta mucho y además…
De repente, una súbita presión en la mano sorprendió al Dr. Pizarro. Genaro le miraba con expresión arrebatada, clavándole los ojos. Cuando habló, las palabras surgieron de su boca con la solemnidad de un oráculo:
- La Inmaculada Madre de Dios me visitó anoche y me encargó un mensaje para usted (aquí Genaro encorvó la espalda y convirtió su voz en un susurro): "Hijo mío, tu esposa no sufre dolencias de cabeza sino de corazón, pues su aflicción es tu frialdad, tu desamor. Pronto verás vacía la casa donde vives pues ella buscará consuelo en otros brazos. Ahora prepárate para el llanto, hijo mío."
Genaro enderezó bruscamente el rostro y miró en rededor, como si despertara del sueño en un lugar extraño. - ¿He dicho algo inconveniente, doctor? A veces no recuerdo mis propias palabras… Adiós, doctor, gracias, doctor.
Ignacio Pizarro, doctor en psiquiatría, permaneció inmóvil ante la puerta cerrada, sumergido en una espesa niebla de perplejidad. Brotó de la memoria el rostro demacrado de su padre, atado con correas a la cama del hospital, poco antes de morir balbuceando incoherencias.
El pobre doctor se dejó atravesar por un escalofrío, y aquel sólido edificio interior que constituía su carácter y sus convicciones se tambaleó durante unos instantes.  Consideró que lo irracional, lo oscuro, lo inclasificable, tomaba miles de formas, - a semejanza del demonio medieval - mezclando verdad y mentira para así dominar al hombre.
Venceré, se dijo temblando, sin saber muy bien a qué se refería.
Aquella noche, el doctor Pizarro se mantuvo despierto en la cama, con la mirada fija en la espalda de su mujer.






DECLARACIÓN ANTE EL JUEZ DE INSTRUCCIÓN (Un western crepuscular)



Si, señoría,  lo que usted diga. Se lo cuento en dos patadas, pero el de los manguitos habrá de espabilar si quiere pillarlo todo por escrito porque yo hablo deprisa y sin mucho refinamiento.
Serian sobre las tres de la tarde cuando llegué a Greatfalls. Salvo algún animal amarrado, afuera no se veía  un alma; solo viento y polvo atravesando la calle central.  Bonito nombre  - Greatfalls - para un villorrio  en la pradera achicharrada por el sol, sin más agua que la de un viejo pozo medio derruido. Conté, en total, catorce casas, incluyendo dos graneros y un almacén. El saloon – por llamarlo de alguna manera - es el segundo edificio, si uno llega desde el sur. Allí até a mi yegua junto a un jamelgo muy flaco con montura mejicana que parecía hambriento y me disgusté mucho al descubrir que la pobre bestia tenía cicatrices de espuela en los flancos.
Sobre la puerta de entrada colgaba el cartel: “No negros, no indios”. Yo no sé leer ni escribir, señoría, pero ese letrero lo veo a menudo en los salones y almacenes de Texas y uno acaba aprendiéndose las letras.
Adentro era como boca de lobo y apestaba - con su permiso, señoría - a orines y a estiércol. Un pasillo estrecho y resbaladizo desembocaba en una estancia sin ventilación donde apenas cabían dos mesas; las paredes, negras por el humo y la mugre, exhibían, como única decoración, el retrato  del general Lee suspendido de un clavo tras el mostrador y al fondo de la pieza, en la oscuridad,  se adivinaban unos peldaños que llevaban al piso de arriba. Yo, que en mis años como alguacil he pisado las peores cantinas, no recuerdo haber visto jamás un antro semejante a aquel, y eso que…
Si señoría, lo siento, no me extiendo más y voy al grano.
El caso es que de algún rincón oscuro salió el dueño de aquella covacha: un tipo gordo, con un delantal sucio, que portaba un rifle a modo de bastón. Era evidente que estaba como una cuba.  Ni se dignó saludar; me miró con cara de sapo y me dijo: "Quítate el sombrero" y señaló con la cabeza el retrato del general. "Descúbrete, por respeto" insistió. Yo - con su permiso señoría - envié a la mierda a aquel chiflado y me identifiqué como agente federal. El individuo miró la estrella de cinco puntas como quien mira una patata, se metió tras el mostrador y se puso a fregar el mármol con un trapo pringoso.
Entonces, señoría, yo me puse un poco nervioso porque no me gusta que se me trate mal, sobre todo cuando vengo cansado y hambriento y con mala leche acumulada, señoría.  Agarré al gordo por la oreja, como si fuera un crío, y le metí el cañón del Colt en la boca pero - se lo juro señoría - el hombre estaba tan borracho que ni se enteró. "Por respeto al general…." balbuceaba todavía con la boca llena. Entonces me acerqué a su cara, le susurré: "¿dónde está el mejicano?". y eché atrás el percutor con el pulgar. El ruidito debió despertarle porque de pronto me miró fijamente y, sin soltar palabra, dirigió los ojos hacia el techo. Le dije: “arriba, con una puta, ¿no es eso?”, y el gordo asintió.
Ahora, señoría, viene la parte más difícil de la historia porque puede parecer que me la invento pero la gente que me conoce sabe que yo no miento nunca, señoría, y menos con las cosas de la ley, que es lo que me da de comer. Además, cuando juré mi cargo con la mano en la Biblia…
Si, si, señoría, a eso voy, usted perdone.
Pues subí despacito hasta el piso de arriba, que, por cierto, estaba más oscuro que el de abajo y olía peor todavía. En el rellano había tres puertas y el mejicano se corría la juerga tras una de ellas. Pegué la oreja, empuñando el revólver, y pude oír como el mejicano… bueno, usted ya me entiende, señoría….Aunque era un tipo más bien discreto en la faena, porque apenas se escuchaba más que el ñigo-ñigo de la cama. Y eso que Jacinto, el mejicano, era un cabrón de tomo y lomo; me costó seis meses dar con él, y en ese intervalo ya se había llevado por delante a dos alguaciles y  a un predicador. El caso es que el sujeto era silencioso y en cambio, algunos buenos ciudadanos parecen gorilas furiosos cuando se ponen a cabalgar…
Perdone usted, señoría… era solo un comentario… Si, ya acabo.
Pues resultó que en el justo momento en que iba a entrar para detener a Jacinto, se me encendió una lumbre en la sesera. ¿Para qué recortarle el disfrute al mejicano – pensé – si a lo mejor es el último encuentro que tenga con un hembra, antes de que le cuelguen? Entonces apoyé la espalda en la puerta y me puse a liar un cigarrillo mientras esperaba a que Jacinto acabara la tarea.
Su señoría pensará, tal vez, que en ese momento me comporté como un flojo, pero aquí, el que le habla, estuvo en Alaska cuando la locura del oro, ganó dos medallas al valor en la guerra civil, fue cazador de chinos fugitivos en el ferrocarril, prisionero de los cheyennes y en los últimos doce años un buen servidor de la ley. Jacinto iba a ser el décimo malhechor que entregara a la justicia.
No sé…puede ser que esos años de penalidades me hayan enseñado que todo hombre – aunque sea una carroña como esa - merece una pizca de felicidad. Yo creo, señoría, que no fue por blandura que me permití el gesto, sino por respeto hacia ese último instante de alegría para el mejicano. Además, a mí no me venía de cinco minutos.
Después pasó lo que ya saben: al mejicano le dio un síncope mientras montaba a la furcia; ésta se puso a chillar como un gorrino y cuando entré en la habitación le  encontré sobre la cama, tumbado boca arriba, con los ojos muy abiertos y el arma todavía bien levantada - si su señoría me permite la expresión - pero más seco que un bacalao.
Lo primero que pensé fue que el cabrón se me había escapado, que se había colado por el único lugar a través del cual yo no podía, de momento, perseguirle.  Pero no me arrepentí; y aunque lo que hice vaya contra el reglamento, volvería a hacerlo - con todos mis respetos, señoría - si se presentara la ocasión.
Y esa es toda la historia,

Solo añadir -con su permiso, señoría – que si se resuelve llevarme a juicio por esta falta, sería gracioso que me juzgara el mismo juez que hubiera debido sentenciar a Jacinto por todos sus crímenes. En ese caso, me quedaría el consuelo de saber que otro tribunal, más alto, ya habrá sentenciado al mejicano para toda la eternidad.

ALBUM ROTO


Yo tenía diez años. Nos mudábamos a otra ciudad y mi abuela trasteaba, con la cabeza hundida en los armarios, separando los objetos útiles de aquellos que consideraba indignos de sobrevivir al traslado.
Recuerdo su figura encorvada, su furtivo ajetreo, completamente absorta en una criba febril que sentenciaba libros, revistas, carpetas del colegio, frascos vacíos, pañuelos amarillentos, bufandas apolilladas, y otros tantos fragmentos del pasado, mientras yo andaba curioseando entre cajas de cartón y muebles desmontados, hipnotizado por aquel desorden doméstico, tan desconocido para mí.
"Lleva eso a la basura", sin apartar la vista del fondo del armario, mi abuela señalaba un montículo de papelotes que se alzaba en un rincón. Me acerqué, estimulado por el goce infantil de sentirme útil, y abarqué, como pude, los despojos.
Camino de la cocina, abrazado a aquel revoltijo, descubrí ante mis ojos una estampa en colores, cargada con la textura onírica de los cromos antiguos: emergiendo de un turbio pantano, un diplodocus alzaba el cuello hacia una gigantesca bóveda de vegetación tropical mientras los reptiles voladores surcaban el firmamento violáceo en la lejanía.
El asombro me paralizó; solté la carga y me lancé sobre el desbarajuste derramado en el piso. De entre aquellos restos - semanarios, facturas, panfletos publicitarios, cuadernos de cálculo - aparté, borracho de incredulidad, un álbum de cromos rasgado en seis pedazos.
Durante casi un año - que en un niño es un siglo - había ido atesorando en aquel álbum con tapas de cartón, una espléndida colección de láminas, complementadas con breves textos explicativos. En total, ciento cincuenta rectángulos de papel que ilustraban el origen del cosmos, la generación de la vida sobre la Tierra, la irrupción y caída de los dinosaurios, la aparición del hombre. Tenaz como nunca lo había sido, y acaso como nunca lo sería, fui comprando los cromos en el kiosco y cambiando los repetidos en el patio del cole hasta lograr la colección completa; después, solemnemente, oculté mi tesoro.  En adelante, acudía con frecuencia al escondrijo para abismarme durante horas en aquellas ventanas a lo extraordinario.
Por eso aquella tarde, contemplando el universo despedazado que sembraba el suelo del pasillo, comprendí que en ese momento se iniciaba el viaje hacia un horizonte oscuro e indefinido. Desde entonces, la visión primordial del álbum roto, ha seguido vigente, flotando como un palio sobre el curso del tiempo, arañándome el alma en momentos precisos de mi vida. La traición, la amargura, la muerte del amigo, las terribles heridas del amor, las mil caras, en fin, de la desdicha, que han surgido a lo largo del camino, se transmutan en la imagen de un niño llorando frente un montón de cromos desgarrados, infinitamente desconsolado ante lo irreparable.
Los años, curiosamente, han avivado el recuerdo de aquellas soberbias páginas que alumbraron el estrecho sendero de mi infancia. En un sueño pueril que a veces me concedo, recupero indemne el álbum legendario y me fundo con él en un paisaje arcaico, remoto, ubicado en los inicios de la Creación.

Mi abuela, por cierto, jamás se disculpó.