lunes, 23 de marzo de 2015

FRAY RENATO (un cuento medieval)

                                                                                                  I

Una remota mañana de noviembre - hace ya varios siglos - el sonido de la campanilla quebró el silencio en el interior del monasterio de San Juan Bautista, anunciando la llegada de un visitante. Al abrir el portón, el hermano guardián halló a un mendigo aterido de frío que, apelando con insistencia a la hospitalidad que caracteriza a los benedictinos, suplicaba cobijo y manutención por un breve periodo, antes de reanudar su peregrinaje a Tierra Santa.

El Padre Justino, Prior de aquel convento, aceptó al refugiado y mandó acomodarlo en una celda vacante bajo la condición de que, durante su estancia,  acudiera al Oficio Divino y participara de la plegaria como un miembro más de la congregación. El vagabundo besó el anillo del Abad y agradeció a Dios, con lágrimas en los ojos, el haber guiado sus pasos hasta aquel reducto de caridad.

San Juan Bautista alzaba su humilde edificación en una campiña donde se alternaban las arboledas y los terrenos ganados al bosque donde crecían las viñas.  Ocupaban sus celdas catorce monjes que dedicaban las horas al cultivo de la oración y de la tierra, y si bien la abadía era pequeña y la producción de vino escasa, una buena administración permitía, a pesar del rigor de los tiempos, cubrir las necesidades de las austeras almas que albergaba.

Quiso la providencia que el forastero resultara ser un mañoso embaucador y bellaco trotamundos, capaz de vender a su propia madre y a sus propios hijos, si los hubiere, por una sola moneda de cobre. Sucedió, pues, que tal lobo fue a caer entre tales corderos, de modo que no pasaron dos días antes de que el infame desapareciera en plena noche cargado con la cruz votiva - pieza de oro y pedrería - que pendía de una cadena, tras el altar. Los ojos del depredador habían adivinado el valor de aquel objeto mientras fingía sumirse en la oración durante los Oficios. Nadie en el convento se percató de aquella acción furtiva, pues el estruendo de una tempestad de nieve acompañó al ladrón en su evasión.

 En la madrugada se descubrió el hurto y al poco, todos los monjes se apretujaron en la sala capitular en torno al Padre Justino. La desolación reinaba en la pequeña estancia ya que la cruz - herencia secular del monasterio y tesoro a preservar por la comunidad-era muy estimada por los buenos frailes. El Prior habló:
"Ved, hermanos, como el Maligno manipula a las almas débiles, empujándolas hacia la abyección.  Nuestra caridad ha sido pagada con oprobio, nuestra hospitalidad con traición. Entended, pues, que el Señor nos alecciona en nuestra propia casa sobre la flaqueza consustancial a todo ser humano. Roguemos a Dios por el alma de este desdichado para que no se enfangue aún más su espíritu. "

Catorce coronillas rasuradas se inclinaron a un tiempo y rezaron durante unos minutos. Para clausurar la reunión, concluyó el padre Justino:
"En cuanto a la cruz, mañana daremos cuenta de ello a la autoridad. Mientras tanto no hay más que hablar. Volvamos a nuestras cotidianas labores."
Cada cual, sosegadamente, regresó a su tarea con aire de resignación.

Aquella misma tarde, un puño impaciente sacudió el portón; Juan, el viejo recadero que abastecía al monasterio, gritaba a los muros: "¡A la paz de Dios, abrid, que vengo acarreando a un peregrino! ¡Abrid, que está malherido!". Los monjes salieron hasta el pórtico en tropel y, asombrados, contemplaron el cuerpo desmadejado del ladrón sobre la carreta de Juan. El viejo se descubrió ante el Padre Justino y habló así: "Con mis respetos, Reverendísimo, éste está casi para que lo entierren. Tiene una pierna partida y una brecha en la frente que parece una segunda boca. El desventurado debió resbalar en el hielo y fue a parar al barranco, tras la loma de ahí enfrente, junto al olivo grande, que es donde lo encontré. Por la indumentaria parece peregrino."

El Prior se acercó al accidentado y pudo apreciar la herida profunda, cercana a la sien, las magulladuras en las piernas y algunos signos de congelación en rostro y manos. Parecía aletargado o muerto, pero un leve movimiento del pecho indicaba que todavía quedaba vida en él. Sin dejar de observar al malherido, se dirigió el Padre Justino al carretero:"este peregrino estuvo hospedado aquí. Ve en busca del cirujano" y a los monjes: "llevadlo a la celda que ocupaba y limpiadle la herida". De inmediato, el cuerpo fue apeado cuidadosamente y transportado al interior.

Cuando quedaron solos ante el pórtico, el Prior tomó del brazo al viejo y le susurró al oído: “Escucha Juan, ¿llevaba este infeliz algún bulto consigo?". "No, que yo sepa, Reverendísimo", respondió el otro, "no más que ese zurrón que recogí junto al olivo grande, donde cargaba un pan, un queso y un cuchillo de monte".

"Juan es un alma fiel, no hay que dudar", consideró el fraile mientras contemplaba los surcos que el carro había dejado sobre la nieve al alejarse. Cuando se cerró el portón ya anochecía.

II

Pasaron cinco semanas antes de que el convaleciente acudiera al refectorio con la ayuda de uno de los hermanos y el apoyo de una vara. Atrás quedaban muchos días de fiebre, sopor y dolores intensos; noches espantosas en las que el delirio y la vigilia se confundían en un calvario que parecía no tener fin. En su primera visita, el cirujano consideró tan cercana la muerte de aquel hombre que se limitó a coser la herida e introducir un guijarro de opio en su boca mientras aconsejaba al Prior que preparasen un hueco en el camposanto del monasterio. “No era menester acudir a mí por este agonizante, y menos con la que está cayendo” concluyó el galeno con fastidio antes de trepar de nuevo a la mula de Juan.

Sin embargo, entre convulsiones, jadeos y alaridos, sobrevivió a aquella noche y también a las siguientes. Durante tres semanas, el hermano Gerardo, versado en algunas drogas y remedios vegetales, elaboró pociones y ungüentos, el hermano Camilo, el cocinero, guisó caldos nutritivos, a base de tuétano, clavo y licor de cereza, el hermano Damián cubrió la pierna fracturada con apósitos encerados y, de un modo u otro, cada miembro de la comunidad colaboró en lo posible en la curación y el restablecimiento del singular huésped. Todo ello a instancias del Padre Justino que, dirigiendo y supervisando el tratamiento, mantuvo una atención constante sobre la evolución del enfermo. Éste, que durante aquellos días y noches no emitió palabra alguna, aceptaba con mansedumbre los cuidados que se le iban brindando, si bien su mirada ausente y su mutismo hicieran pensar que el golpe en la frente le había truncado la razón.

Ahora, en el refectorio, los frailes miraban de reojo hacia aquel rostro consumido que se inclinaba sobre el cuenco de sopa, mientras el hermano Tobías leía en voz alta el libro sagrado desde el facistol:

“...entonces se le acercó Pedro y le dijo: Señor, ¿cuántas veces perdonaré a mi hermano que peque contra mí? ¿Hasta siete? Jesús le dijo: No te digo hasta siete, sino aun hasta setenta veces siete. Por lo cual el reino de los cielos es semejante a un rey que quiso hacer cuentas con sus siervos...”

Desde el día de la segunda llegada del falso peregrino, ninguno de los frailes se había referido abiertamente a la cruz desaparecida; hombres habituados al silencio y a la obediencia, vivían el suceso con la expectación puesta sobre su superior, vehículo - entendían ellos - de la voluntad y justicia divinas. A veces, cuando había más de un fraile en la cocina o en los huertos, se bisbiseaba un comentario alusivo, fruto de la curiosidad y de la impaciencia, que al punto era acallado siempre del mismo modo: "Mejor es no lucubrar sobre lo que no nos incumbe. El padre Justino, en cuyas manos estamos, es sabio y misericordioso. El Altísimo guiará su proceder". Y así fueron pasando las semanas hasta aquel día en que el convaleciente acudió al refectorio para comer por primera vez fuera de su celda. Durante la velada, el Abad se sintió vagamente hostigado por la mirada interrogante de los monjes y decidió acudir aquella misma tarde a la celda del convaleciente.

El aposento apenas daba cabida a un estrecho catre de paja y a un sencillo reclinatorio de madera basta que se enfrentaba a la pared del fondo, de donde pendía un crucifijo. Cercano al techo, un ventanuco diminuto permitía la entrada a una porción del sol de la tarde. El padre Justino entró con sigilo y halló al enfermo sentado en la litera, con la mirada fijada en el haz de luz que surgía de lo alto; se sentó a su lado. Cuando el otro volvió el rostro, el fraile vio ante sí a un hombre fustigado todavía por el sufrimiento físico y el cansancio extremo; su cabello había encanecido por completo y su mirada - cuya chispa de picardía recordaba aun - había perdido el brillo de la juventud. Frente a aquella criatura doliente, el Abad estimó que la ira de Dios es a veces despiadada con los pecadores.

"¿Sabes quién soy?", le preguntó. "Vos sois la autoridad aquí", contestó el enfermo. Y el fraile respiró aliviado al comprobar que el hombre razonaba y hablaba correctamente. Cuando se le requirió su nombre y procedencia, alzó de nuevo la mirada hacia la luz y habló pausadamente: "A menudo, durante estos días, me he hecho la misma pregunta y no hallo la respuesta. Mi cabeza está vacía de recuerdos, mi memoria seca".

“¿No recuerdas haber estado aquí antes? ¿Esta celda, este jergón?", continuó el Abad. El interpelado miró entonces hacia el suelo y negó con la cabeza. Entonces el monje, agitado por un fuego interno, le tomó la barbilla y alzándole el rostro insistió: "¿y a mí, me recuerdas?". El otro le miró a los ojos y volvió a negar. Y en aquel momento, mientras contemplaba aquella mirada franca, el padre Justino advirtió que otra pregunta nacía en su vientre y trepaba hasta su garganta: "¿Recuerdas la cruz de oro, aquella que arrancaste de nuestro altar?" pero se mordió los labios y calló. Siguió un silencio extraño; la respiración agitada del Abad llenaba la celda y el enfermo, con los ojos entornados, como si pretendiera divisar el pasado a través de la niebla, habló:

"Hubo tribulaciones, hambre, prisión tal vez...pero no veo rostros ni lugares. Y finalmente, oscuridad y frio, como en el reino de la muerte."

Aquella noche, el Padre Justino soñó que torturaba cruelmente al falso peregrino para obligarle a revelar el paradero de la cruz; el infeliz imploraba clemencia desde el potro. Cuando emergió de la pesadilla, lloró el religioso como no lo hacía desde la infancia.

Antes del alba, tras la plegaria de la Hora Prima, reunió a los monjes en la sala capitular y declaró su decisión respecto al huésped. Todos los presentes recibieron sus palabras como un veredicto divino:

"Este hombre", concluía su discurso, " cuyo olvido de todo lo vivido vuelve puro, será rebautizado como Renato ya que ha renacido entre nosotros sobreviviendo al pecado y la ignominia. Se olvidará su falta porque otra alma, en otra vida, la cometió. Que nadie le refiera aquel suceso. Cuando se reponga de sus males, volverá al mundo, y que Dios le proteja entonces y se apiade siempre de todos nosotros."

Un unánime Amen llenó el aposento. Mientras tanto, Renato dormía aun, arrullado por los murmullos del amanecer.

III

Pero Renato, cuyo restablecimiento no se completó hasta cuatro meses después de su llegada en el carretón del viejo Juan, no regresó al mundo, como vaticinara el padre Justino.

Durante aquel tiempo de convalecencia se condujo, a pesar de las limitaciones, como un monje más; acudía a todos los Oficios, se ajustaba a los rigores del horario y ayudaba también en las tareas. El hermano Gerardo le tomó un día de la mano y lo arrastró hasta el scriptorium . Allí, cada mañana, el buen fraile instruía a Renato sobre la lectura y la escritura, de modo que a finales de marzo ya pudo leer - con dificultad y a trompicones - algún fragmento de la Biblia. También los quehaceres del campo le agradaban, hasta el punto de que a menudo se le llamaba la atención cuando abusaba - dado su estado todavía frágil - de la azada o el rastrillo. Se adaptó pues, de tal manera, a la vida monacal que durante aquellos meses de invierno, su conducta discreta, su buena disposición hacia las labores y un cierto candor que transmitía su mirada, ganaron el afecto de los religiosos. Nadie hablaba ya en San Juan Bautista de la cruz desaparecida - la cadena seguía oscilando, huérfana, tras el altar -; tampoco nadie trataba a Renato con la desconfianza con que se trata a un ladrón converso. Pareciera que el monasterio entero regresaba a la senda del sosiego y la bienaventuranza.

Cuando llegó la primavera, Renato pidió audiencia con el Abad Justino y le fue concedido acudir a su celda. Le sorprendió comprobar que la alcoba del superior del convento no era diferente a la suya.  Como la última vez, ambos se sentaron sobre el catre y se miraron a la cara. Renato habló con emoción:

"Padre Reverendísimo, gracias a vuestros cuidados he vuelto a la vida; os la debo. Sé también que la hora de partir ha llegado. Mi cojera y mis cicatrices no me impiden salir al mundo, pero mi corazón se duele cuando pienso en lo que aquí dejaré: esta casa, mis hermanos, los viñedos, vuestra santa protección…"

El Padre Justino, que de un tiempo a esta parte presentía los deseos de Renato, preguntó: "¿Sientes realmente la llamada de Dios o acaso es sólo miedo a la vida exterior?".
Súbitamente, Renato se arrodilló ante el monje: "¡Enseñadme la Regla, Reverendísimo! ¡Ponedme a prueba y sabré responder a esa pregunta!", exclamó con vehemencia.
El Abad accedió.

Siete años transcurrieron desde que Renato se inició como postulante hasta su ingreso definitivo en la Profesión Perpetua, como miembro de la Orden. Fue un periodo de trabajo incesante y honesta entrega. Renato había intuido que su vida debía transcurrir en San Juan Bautista, consagrado a los quehaceres sencillos, el estudio y la plegaria, y por tal motivo se esforzó en merecer el privilegio de vivir allí. En cualquier caso, la admisión definitiva no fue más que un mero trámite; para la congregación, Renato era Fray Renato desde hacía ya tiempo.

IV

El mundo interior de un monasterio semeja un lago de alta montaña. Los torrentes nacidos en la cima desembocan en su lecho, otros tantos riachuelos lo desaguan hacia el valle y en cambio, se nos ofrece inmóvil la superficie, sin indicios de las corrientes que lo atraviesan, de tal manera que aunque sus aguas se renueven en permanente flujo, la apariencia es pétrea, cristalina, ajena al cambio.

De igual modo, las almas que se afanaban por imitar la ley de Dios en San Juan Bautista parecían figuras eternas en un recinto mágico, atemporal y sin embargo, también los monjes nacen y mueren, y se reemplazan los miembros de las comunidades, y al cabo de las décadas nadie recuerda ya los nombres y semblantes de las anteriores generaciones.

Fray Renato, que llegó a habitar durante cincuenta años entre aquellas paredes, fue testigo de esas mutaciones discretas, casi imperceptibles. De aquellos buenos frailes que un día le acogieron no quedaba ya otro rastro que algunas cruces de madera poblando el camposanto. También el padre Justino descansaba en el seno del Señor desde hacía tiempo; otros hermanos le habían sucedido en el cargo tras su muerte. Y ahora era Renato, el muchacho que atravesó moribundo y proscrito el pórtico del monasterio, quien ejercía las funciones de Abad desde hacía tres lustros. Los méritos que le llevaron hasta ese grado pudieran sintetizarse en dos virtudes: servicio al prójimo y amor al trabajo. Considerado una autoridad en el estudio del Libro sagrado, sus dictámenes eran tomados como modelo de justicia y bajo sus directrices el convento prosperó en todos los ámbitos.

A menudo se preguntaba Fray Renato si era merecedor del respeto y la veneración que le rendían los frailes a su cargo. Él, que era tenido por sabio y poco menos que por santo, sentía que cuanto más se acercaba su fin, más le inquietaba aquel territorio oscuro, impenetrable, que escondía la primera etapa de su vida.  A pesar de que siempre había convivido con el interrogante sin mayor preocupación, repitiéndose a sí mismo que no existe aquello que no se recuerda, sabía que estaba atravesando su último invierno – los signos de su cuerpo eran inequívocos – y la incógnita sobre su origen le atormentaba. “Es aberrante morir”, se decía, “ignorándolo todo sobre el propio nacimiento”.

Una noche en que la ventisca azotaba los muros del convento, Fray Renato soñó su último sueño: El buen Padre Justino, cuyos ojos parecían de fuego, le invitaba a sentarse junto a él, en la vieja litera. Renato, deslumbrado, preguntó: “¿Estoy ya en la otra vida, Reverendísimo?” y el antiguo Abad susurró a su oído: “no puedes partir, hijo mío, sin reponer aquello que arrebataste”. Después tomó un espejo de su propio regazo y lo enfrentó al rostro de Renato. Encerraba aquella esfera la visión de lo que estuvo oculto durante tantos años; vio una aldea en ruinas y caballos devorados por las ratas, vio soldados de hierro con antorchas y largas procesiones de enfermos y mendigos. Vio, al final de un sendero, la silueta de San Juan Bautista y el rostro del Padre Justino, que le acogía. Después se vio a si mismo enloquecido por el dolor y el frio, escarbando en la tierra con sus manos heladas. Finalmente, vio una cruz de oro, sepultada al pie de un gran olivo.

El anciano Renato despertó, enardecido por un intenso anhelo. Se alzó del camastro, tomó su manto y, enfrentado al vendaval, se sumergió en la noche. Horas después, al observar que el Padre Abad no respondía a la llamada para la Hora Prima, acudió un monje a su celda y le halló sin vida, tendido sobre el camastro. El semblante del difunto revelaba sosiego y sus ojos, abiertos al infinito, reflejaban la dicha de los justos. Sobre el pecho, sus manos aferraban una espléndida cruz de oro y pedrería.

Como es de suponer, el suceso rompió la quietud del monasterio y alborotó las villas del entorno durante una temporada. Los paisanos más ancianos hablaron de la cruz extraviada que aún recordaban de su infancia y que el cielo había devuelto a las manos del Abad,  y el  pueblo acudió en multitud para venerar por igual el objeto sagrado – restituido ya al altar - y el cuerpo expuesto del fallecido. El llamado "milagro de Fray Renato" estuvo en boca del clero y los aldeanos durante un tiempo; después, el hálito de Dios – como quien dice - abandonó la comarca, y al cabo de unos años y algunas guerras y hambrunas, muy pocos se acordaban ya del insólito suceso.

Es grato imaginar, sin embargo, que el buen Abad Renato alcanzó el Paraíso y que llegado a su umbral – que no era otro lugar que el pórtico de San Juan Bautista – fue recibido por aquellos hermanos que una mañana ya remota le acogieron. Y en ese mismo pórtico, el Padre Justino le dio la bendición antes de entrar en la Gloria.