Me la cantó pequeño buey durante la hora de las moscas, cuando el sol se
enfurece con la tierra, y los hombres y
las bestias se ocultan como pueden para no sufrir el destino de nuestro río,
que años atrás acariciaba los lindes de nuestra aldea y ahora no es más que un
surco cegado por piedras y matorrales secos. Le llamaban pequeño buey porque se
pasaba las horas vagando con la manada, imitando con bufidos y sacudidas a los
animales que le rodeaban y ostentando dos astas de madera, sujetas a la frente
con cordeles de lino.
Había sido un poderoso hechicero en el poblado de los cazadores de antílopes
que hay al otro lado de la cordillera, – al menos eso contaba mi padre, y puede
que fuera cierto porque mi padre apenas hablaba y nunca mentía – hasta que el
espíritu de una mujer pantera se apoderó de su corazón y le desposeyó de su
autoridad de mago y también de su juicio. De modo que abandonó el que fuera su
imperio y deambuló por las montañas de cal, alimentándose de arañas, hasta
llegar a nuestro poblado, donde cayó a cuatro patas por el peso de sus
tribulaciones, y así se mantuvo mientras vivió; o eso parece, porque nadie
volvió a verle sobre dos pies.
En la aldea, las ubres de las vacas
y las sobras que las viejas lanzaban al vertedero, impedían que pequeño buey
muriera de hambre, y nunca nadie de entre nuestra gente le apaleó ni le
apedreó; ni siquiera los niños. Se le ignoraba, como se ignora una roca o el
olor del estiércol, pero había también un espanto oculto entre nosotros porque sabíamos
que pequeño buey, a pesar de su aspecto y sus ademanes, seguía siendo un brujo,
y no es prudente hostigar a un brujo.
Yo, como otros niños, vivía
fascinado por pequeño buey. Aún hoy, en los últimos días de mi vida, conservo
el recuerdo de la fiebre que me atraía sin remedio a la compañía de aquella
criatura. En las horas de fuego, cuando la aldea se refugiaba en la sombra, siempre
le hallaba tumbado junto a las acacias, babeando y mugiendo débilmente con los
ojos en blanco. Yo le acechaba desde los matorrales, con mi cuerpecito inmóvil
y el corazón enloquecido, y él fingía no darse cuenta de mi pequeña presencia,
aunque ambos sabíamos que aquel era nuestro momento común, nuestra isla. La voz
de pequeño buey se alzaba entonces sobre el rugido de las cigarras y, sin
abandonar su postura bestial, salmodiaba sus baladas.
Nunca supe si aquellas canciones surgían de sus días de hechicería - huellas de un mundo arcaico -o brotaban
espontáneamente, como un atributo más de su talante disparatado, pero cuando
pequeño buey cantaba en el fragor del mediodía, yo bebía sus palabras como agua
recién salida del pozo.
Tan sólo una de las canciones ha sobrevivido a mi memoria; el resto se
debió disolver bajo la luz de la luna. O quizás pequeño buey repitió miles de
veces la misma tonada y yo la escuché cada tarde como si fuera la primera vez.
Ahora, acuclillado en la entrada de la choza mientras espero la noche,- ¿o
es a la muerte a quien espero? – vuelvo a canturrear la canción de pequeño buey
y saboreo el recuerdo de su voz áspera y remota:
Vuela de rostro
en rostro,
invisible y
veloz atraviesa la noche
para robar los
frutos del dolor.
Ladrón de
lágrimas, ¿qué harás con tu botín?
¿Para quién
atesoras la cosecha de duelos,
desazón y miserias?
Ladrón de
lágrimas, ¿Adónde vas ahora?
Voy a los campos
de Dios, a la aldea sagrada
donde vive el
Supremo,
llenaré con mis
hurtos la cisterna
y el Padre
celestial, cada mañana,
sumergirá su
cuerpo para borrar los sueños
que la noche
trajera.
Vuela de rostro
en rostro
invisible y
veloz atraviesa la noche
para robar los
frutos del dolor.
Ladrón de
lágrimas, no vayas lejos,
mi dolor será
tuyo sin que fuerces la entrada.