Apenas mediaron unos
minutos entre el instante en que Baltasar supo que iba a morir muy pronto y el
encontronazo a la salida del portal. Un poco antes del
choque, el doctor había ido destilando su discurso, con las cejas alzadas
y la mirada esquiva, mientras parecía buscar algún objeto extraviado
sobre la mesa del escritorio. Baltasar, entretanto, perseguía con los ojos el
movimiento absurdo de aquellas manos coronadas de vello y escuchaba la
sentencia con aire distraído; si el doctor estaba en lo cierto, no llegaría con
vida a la próxima declaración de la renta, ni tampoco al pago del seguro del
coche, porque la última primavera de su vida habría pasado ya, y
Baltasar asociaba la primavera con el pago de impuestos. Esto le hizo sonreír,
y el doctor, incómodo, bajó la mirada.
En ocasiones había
imaginado – como imaginamos todos -un escenario similar, figurándose
previsibles reacciones ante el anuncio fatal. Ahora, sin embargo, mientras el
médico seguía balbuceando instrucciones desde el otro lado de la mesa, no
acertaba a sentir más allá de una extraña repugnancia hacia sí mismo, como si
ocupara el cuerpo de otro ser humano, de un desconocido. Fue al salir de la
consulta, mientras bajaba las escaleras, cuando percibió súbitamente el miedo a
la muerte, tan cercano y presente como un perro gruñendo a sus pies. Le faltó
el aliento y tuvo que sentarse en un escalón, cubriéndose el rostro. En lo
profundo de aquella tiniebla húmeda, se vio a si mismo enfrentado a un
territorio yermo y crepuscular donde reinaría el dolor. “Viudo, prejubilado,
enfermo, muerto“, se puso a recitar a modo de mantra contra lo insólito del
trance, mientras algunos consuelos efímeros iban y venían a su alrededor, como
mariposas de humo. Cuando se creyó con suficiente ánimo, se alzó heroicamente
para dirigirse hacia la salida. Entonces ocurrió.
Azuzado por el afán
fugitivo y la sed de aire puro, Baltasar irrumpió en la calle con tal brío que
una joven transeúnte cayó de bruces en la calzada, a resultas del
topetazo. El involuntario agresor permaneció inmóvil y perplejo durante unos
segundos, preguntándose si era aquel otro sueño absurdo dentro del
sueño terrible que le había tocado vivir aquella tarde. Acudieron algunos
peatones. “Es que no va usted a ayudar?“ le espetó una anciana con cara de asco
mientras intentaba alzar a la muchacha del suelo.
Se llamaba Lucia, y
había atravesado el Atlántico dos años antes, con la esperanza de encontrar un
lugar donde la vida tuviera algún valor. No era bonita, ni tampoco simpática;
se hallaba al borde de la indigencia tras un calvario que había desembocado en
un reciente desahucio, y llevaba ya dos semanas durmiendo en casas
de acogida. Vivió la caída en la acera con la naturalidad de quien vive un
episodio más en su declive.
Al incorporarse,
la chica sintió una punzada en el tobillo y Baltasar se alarmó tanto que
insistió en acompañarla hasta el mismo doctor que minutos antes le
había anunciado el diagnostico terminal, pero ella no quiso ni oír
hablar; no tenía seguro médico ni dinero. Ceñuda y renqueando, aferrada al
brazo de aquel señor que no cesaba de pedir perdón, Lucia accedió por fin a
tomar asiento en la terraza de un bar cercano. La estampa de aquella india
bajita y enfurruñada tomando coca-cola junto a un individuo con
aspecto de adolescente decrépito llamaba la atención de los transeúntes.
Cuando agotó el desfile
de disculpas, Baltasar optó por enmudecer y hundir la vista en el fondo de su
café, dando paso a un largo silencio poblado por el tráfico callejero. Al cabo,
armado de valor, le ofreció pagar un taxi que la llevara hasta su casa. Lucia
irguió el rostro, adusta y desafiante,– gesto habitual en ella, que no
contribuía a mejorar su suerte – y descubrió ante sí dos ojos cansados, teñidos
de una indefinida aflicción que, incomprensiblemente, le trajeron
recuerdos de una niñez perdida. Empujada por una repentina conmoción interna
pero sin perder la expresión hosca, la muchacha volcó sobre Baltasar su crónica
de esperanzas rotas, su naufragio personal, su espanto ante un futuro ciego. La
última parte de la confesión le recordó a Baltasar una antigua película
italiana de posguerra: Lucia estaba encinta; tres meses atrás, un compatriota
suyo, achaparrado y charlatán, se había instalado en su apartamento durante una
semana, antes de desaparecer con el lector de DVD y el microondas.
La revelación de Lucia
estimuló en Baltasar la conciencia de que su vida no se iba a
alargar más allá de unos meses, y sintió de nuevo el mordisco de la muerte en
su corazón. Entonces intuyó oscuramente que el rescate de aquella desdichada
era imprescindible para ella, pero aún más para sí mismo.
Contó hasta diez,
respiró hondo y habló de una habitación desocupada en su piso de
viudo. Ella le miró, frunció aún más el ceño, y asintió.
Durante los meses
posteriores a aquella tarde singular, el jubilado y la preñada – como bautizó
el barrio a la pareja – enfrentaron las horas y los días en un combate dulce,
febril, desarraigado del tiempo. Cómplices contra la desventura,
buscaron la manera de construir un destino propio, sin más armas que el
presente y la voluntad de compartir la vida. No hubo entre ellos intimidad
física ni sentimentalismo; Baltasar conservó su trato tímido y solicito, Lucia
su severidad y su férrea ternura.
Durante la última fase
de su enfermedad, Baltasar se ayudaba de Lucia para caminar, y ambos revivían
la escena invertida de la tarde ya remota.
A finales de Abril,
Baltasar, que agonizaba en una habitación resplandeciente de azul y blanco,
sufrió durante dos días la ausencia de Lucia; sus visitas - las
únicas que recibiera - se habían interrumpido inexplicablemente, y el moribundo
temía no poder despedirse de la muchacha, cuyo embarazo llegaba a su fin. Al
amanecer del tercer día, una insondable tristeza consiguió devorar el sufrimiento
físico, pero hacia el mediodía, el dolor se intensificó y decidieron
aumentarle la dosis de sedante. Estuvo soñando toda la tarde con
fragmentos de su pasado, engarzados sin coherencia, y cuando despertó, el sol
anaranjado dejaba sus últimas pinceladas en la pared desnuda. Un cansancio
amargo le secaba la boca, y al intentar alcanzar el vaso de agua, descubrió a
Lucia sentada a su lado.
Le costó reconocer
aquel rostro encendido de dicha en el que resplandecía una sonrisa franca y
hermosa. “No sé si estoy soñando“, susurro Baltasar desconcertado. “Se llama
Baltasar“, dijo Lucia con voz transfigurada; y una mano diminuta y un tenue
lloriqueo surgieron de su pecho.
Cuando la muchacha
abrió su chal y dejo al descubierto el cuerpo desnudo del niño, Baltasar
creyó recordar que en algún momento,
miles de años atrás, había deseado tener un hijo.