La noche anterior al día en que murió Sofía, soñé que un muro negro y altísimo se alzaba ante mí como una
imponente mole de basalto cuyos límites se perdían, a derecha e izquierda, en
horizontes brumosos. Sentí el impulso de pegar mi oreja a aquella superficie
satinada y fría, y alcancé a oír, aunque muy tenue, la voz remota de Sofía, pronunciando mi
nombre. Durante meses me atormentó el hecho de no haber compartido con ella, al
despertar, el sueño oracular, y generar
de ese modo una ruta de sucesos diferente a la que desembocó en su muerte, pero eso era equivalente – deduje para mi
alivio – a que ella hubiera podido salvarse si yo no le alcanzara el azucarero
durante el desayuno. Además, nadie puede ver el futuro, y menos todavía a las
siete de la mañana de un día laborable.
A las ocho y cuarenta y seis minutos, el número de Sofía parpadeó en mi
móvil y al contestar, la voz torpe y temblona de un policía de tráfico –
parecía un niño recitando una lección mal aprendida - me habló de una
motocicleta, una mujer y un camión, piezas de un puzle que el pobre hombre no
se atrevía a completar, mientras yo me daba cuenta de que el móvil de Sofía –
intacto superviviente de la catástrofe – me estaba abriendo las puertas a un mundo
de cielos plomizos y campos inertes donde yo iba a estar solo.
Las frases “murió en el acto “o “no ha sufrido”, que algunos insensatos
ofrecen a los allegados, con intención de consolar, me remiten de inmediato a
la visión de un cuerpo desecho, irreconocible. Lo que el muerto no ha sufrido,
lo sufre el vivo, contemplando el cadáver. Yo no quise ver aquella inmundicia
que había sido mi esposa, y delegué en
sus familiares la identificación. También
estuve tentado de no acudir al funeral, hasta tal punto me irritaba la liturgia
del duelo, los rostros demacrados por el desconsuelo, las incesantes lágrimas –
qué absurdo es llorar – de quienes me rodeaban.
Mis primeras lágrimas asomaron una semana después de que fuera enterrada,
cuando encontré entre sus cosas una postal que yo mismo le enviara desde
Italia, cinco años atrás. Al evocarme sentado en aquella cafetería, escribiendo
frases tiernas en el reverso de la Piazza Navona, para un destinatario que ya
no existía, me entristecí hasta enloquecer. Creo que en ese preciso instante, y
no antes, fui consciente de la muerte de Sofía.
Con el paso de los días fui aprendiendo que la ausencia del ser querido es
tan natural y genuina como su presencia; frágil consuelo, si se quiere, al que
me aferré como un clavo ardiente. Advertí, sin embargo, que al haberme negado
la visión del cuerpo destrozado de Sofía, me había condenado a un suplicio
insospechado: cada noche, al cerrar los párpados, se abría el telón de un
escenario aterrador donde la imaginación reconstruía aquellos despojos
retorcidos cuya contemplación quise
evitar en su momento; estampas de hierro y carne, mutables de noche en
noche, que insinuaban sin embargo – y
eso era lo peor – los delicados rasgos de Sofía. Después de un largo desfile de
insomnios infernales, concluí que aquellas esculturas retorcidas y sangrantes
eran mi propia alma, resistiéndose a aceptar que aquella mujer que amé ya no
estaba en el mundo. El día en que se cumplía un año del accidente, adiviné
un remedio a mis padecimientos.
En otros tiempos, en otros relatos, deambularía ahora mi silueta entre las
lápidas resplandecientes de luna, con pala en mano y encorvado ademán, en busca
de la tumba de mi amada. A cambio, soborné generosamente, a un empleado del
cementerio municipal, que durante la
pausa del mediodía profanó con pulcritud el nicho y el féretro de Sofía.
Recuerdo el hedor dulzón, los restos húmedos y desordenados, el sepulturero
fumando junto a una escultura, el bramido de un avión en lo alto. Intento
recordarme, pero no lo consigo. El tormento prolongado de la imaginación debió
forjarme inmune a la figura real de aquel organismo destruido. Por fortuna, supongo,
no descubrí indicio alguno que despertara en mí el recuerdo de la Sofía que
amé.
Aquella noche volví a soñar con el muro ciclópeo. Como la otra vez, acerqué
mi oreja a aquella tiniebla bruñida, pero no hubo voz que me llamara, tan solo
el beso mudo de la muralla. Cuando abrí los ojos a la mañana, me sentí aliviado
y melancólico.