sábado, 16 de agosto de 2014

UN DUELO


La noche anterior al día en que murió Sofía, soñé que un muro negro  y altísimo se alzaba ante mí como una imponente mole de basalto cuyos límites se perdían, a derecha e izquierda, en horizontes brumosos. Sentí el impulso de pegar mi oreja a aquella superficie satinada y fría, y alcancé a oír, aunque muy tenue,  la voz remota de Sofía, pronunciando mi nombre. Durante meses me atormentó el hecho de no haber compartido con ella, al despertar,  el sueño oracular, y generar de ese modo una ruta de sucesos diferente a la que desembocó en su muerte,  pero eso era equivalente – deduje para mi alivio – a que ella hubiera podido salvarse si yo no le alcanzara el azucarero durante el desayuno. Además, nadie puede ver el futuro, y menos todavía a las siete de la mañana de un día laborable.

A las ocho y cuarenta y seis minutos, el número de Sofía parpadeó en mi móvil y al contestar, la voz torpe y temblona de un policía de tráfico – parecía un niño recitando una lección mal aprendida - me habló de una motocicleta, una mujer y un camión, piezas de un puzle que el pobre hombre no se atrevía a completar, mientras yo me daba cuenta de que el móvil de Sofía – intacto superviviente de la catástrofe – me estaba abriendo las puertas a un mundo de cielos plomizos y campos inertes donde yo iba a estar solo.

Las frases “murió en el acto “o “no ha sufrido”, que algunos insensatos ofrecen a los allegados, con intención de consolar, me remiten de inmediato a la visión de un cuerpo desecho, irreconocible. Lo que el muerto no ha sufrido, lo sufre el vivo, contemplando el cadáver. Yo no quise ver aquella inmundicia que había sido mi esposa,  y delegué en sus familiares la identificación.  También estuve tentado de no acudir al funeral, hasta tal punto me irritaba la liturgia del duelo, los rostros demacrados por el desconsuelo, las incesantes lágrimas – qué absurdo es llorar – de quienes me rodeaban.

Mis primeras lágrimas asomaron una semana después de que fuera enterrada, cuando encontré entre sus cosas una postal que yo mismo le enviara desde Italia, cinco años atrás. Al evocarme sentado en aquella cafetería, escribiendo frases tiernas en el reverso de la Piazza Navona, para un destinatario que ya no existía, me entristecí hasta enloquecer. Creo que en ese preciso instante, y no antes, fui consciente de la muerte de Sofía.

Con el paso de los días fui aprendiendo que la ausencia del ser querido es tan natural y genuina como su presencia; frágil consuelo, si se quiere, al que me aferré como un clavo ardiente. Advertí, sin embargo, que al haberme negado la visión del cuerpo destrozado de Sofía, me había condenado a un suplicio insospechado: cada noche, al cerrar los párpados, se abría el telón de un escenario aterrador donde la imaginación reconstruía aquellos despojos retorcidos  cuya contemplación quise evitar en su momento; estampas de hierro y carne, mutables de noche en noche,  que insinuaban sin embargo – y eso era lo peor – los delicados rasgos de Sofía. Después de un largo desfile de insomnios infernales, concluí que aquellas esculturas retorcidas y sangrantes eran mi propia alma, resistiéndose a aceptar que aquella mujer que amé ya no estaba en el mundo. El día en que se cumplía un año del accidente, adiviné un  remedio a mis padecimientos.

En otros tiempos, en otros relatos, deambularía ahora mi silueta entre las lápidas resplandecientes de luna, con pala en mano y encorvado ademán, en busca de la tumba de mi amada. A cambio, soborné generosamente, a un empleado del cementerio municipal,  que durante la pausa del mediodía profanó con pulcritud el nicho y el féretro de Sofía.

Recuerdo el hedor dulzón, los restos húmedos y desordenados, el sepulturero fumando junto a una escultura, el bramido de un avión en lo alto. Intento recordarme, pero no lo consigo. El tormento prolongado de la imaginación debió forjarme inmune a la figura real de aquel organismo destruido. Por fortuna, supongo, no descubrí indicio alguno que despertara en mí el recuerdo de la Sofía que amé.

Aquella noche volví a soñar con el muro ciclópeo. Como la otra vez, acerqué mi oreja a aquella tiniebla bruñida, pero no hubo voz que me llamara, tan solo el beso mudo de la muralla. Cuando abrí los ojos a la mañana, me sentí aliviado y melancólico.