Lo insólito, lo extraordinario, no es patrimonio exclusivo de la ficción.
Este relato contiene ese ingrediente y sin embargo se apoya únicamente en un
viejo documento y en mi propia memoria.
El suceso – aunque aquí la sucesión es discutible - comenzó para mí hace
veinte años cuando sonó el teléfono, un sábado al mediodía. Pascual, compañero
de oficina, por lo demás obtuso y mezquino personaje, me ofrecía un trato: “Mi
tío abuelo Santiago se nos fue al otro barrio hace unos días y ha dejado libros
y papelotes que quiero ventilar antes de vender su piso. He pensado en ti
porque sé que te gustan estas cosas; a mi, en cambio, solo me sirven para
juntar polvo. Acércate, hombre, aquí hay para dar y vender. Mejor lo segundo
que lo primero, claro.”
Pasé la tarde rebuscando entre paquetes de Reader’s Digest y Best-sellers
deslomados. Me supo mal por Pascual y separé una Biblia ilustrada con cierto
gusto y un libro de cuentas que me llamó la atención por su encuadernación donde
se detallaba el control administrativo de lo que debió ser una gran finca.
Los listados de material y las cifras poblaban sus páginas. De vez en
cuando, un párrafo apretado hablaba de lindes, cosechas y escarcha; todo escrito en tinta negra por alguien cuya
mano debió ser torpe para ese cometido pero, sin duda, enérgica para otros
menesteres. El último apunte está fechado a mediados de 1863.
“La Biblia te la dejo en veinticinco, el libraco te lo regalo. Creo que fue
del abuelo del difunto que era terrateniente o algo así. De cuando la familia
era respetable todavía. Del año de la kika, vamos”
Deposité el cuaderno en un estante accesible y en momentos de tedio frecuentaba
su interior por el placer de imaginar al hombre, pluma en mano, un siglo atrás.
Con los años, la memoria se nos estrecha y tendemos a arrebujar los
recuerdos, a engarzarlos sin transición. No sé cuanto tiempo pasó desde aquel
sábado hasta el instante en que hallé la anotación. Ocupaba el cuarto inferior
de una página y la caligrafía parecía más cuidada, aun siendo el mismo autor.
Una fecha la encabezaba.
Transcribo desde el cuaderno, que todavía conservo:
“siete de abril –
Hoy se me antojó visitar al desdentado. Hay quien se desvive por pedirle
consejo, yo nunca lo había hecho. La cabaña la tiene más arriba de las
peñas blancas. Le traigo cecina y un queso, él me ha dado vino. Al preguntarle
yo, ha salido al fresco y me ha dicho cosas con los ojos en blanco dirigidos al
sur. El viejo me ha anunciado la ruina de la cosecha, también rapiñas, guerra y
miseria para lo que viene. Con un dedo ha hecho la señal de la cruz sobre mi
pecho. Después se ha cobijado.”
Aquí finaliza la crónica y se reanuda la retahíla de sumas, medidas de
grano y listas de aperos de labranza. A
las pocas páginas el cuaderno enmudece y las hojas restantes aparecen vacías,
como si el desastre augurado se hubiera cumplido finalmente. Me sorprendió
encontrar un episodio tan singular en un volumen de contenido tan áspero y sonreí
pero no tardé en olvidar. A los pocos días me llamaron desde el hospital porque
mi padre se moría.
La habitación de un agonizante tiene algo de sagrado, de sobrecogedor. Uno
comparte con el enfermo esa antecámara de la eterna extinción y se siente
pequeño e intruso, con ganas de ir a tomar un café, sumergirse en el tráfico o
meterse en un cine. A veces pienso que es más sensato morir solo y no incomodar
a los vivos con miradas vidriosas y estertores.
Llegué de madrugada al hospital; en la habitación oscura, mi padre era una
silueta en la sombra y un jadeo nervioso. “Mejor así, mejor no verle”, pensé.
Pasó una hora en silencio y casi me dormía cuando un ataque de tos del
moribundo me desveló bruscamente. Me sentí inútil y le susurré al oído:
“¿quieres agua, papá?”. El viejo me reconoció y respondió con voz grave :
“déjame dormir”. Y de nuevo la quietud, la oscuridad, la espera de un final
inevitable. Sentí un silencio todavía más profundo y sospeché que mi padre
había dejado de respirar. La irrupción de su voz me sobresaltó:
“¿Te hablé del desdentado?” – yo retuve el aliento y crispé mi mano contra
el muslo para comprobar que no soñaba. “No, papá, nunca me hablaste”. Mi padre
suspiró.
“El desdentado. Nunca le hablé a nadie de esto. Por vergüenza tal vez”
Me pareció que aquella voz llegaba desde una lugar lejano y tuve la
convicción de que estaba escuchando sus últimas palabras.
“Cuando acabó la guerra pasé a Francia y, como tantos perdedores, fui a dar
con mi macuto en un campo de internamiento cercano a la frontera cuyo nombre he
olvidado. Era aquello un infierno de barracones sucios donde los prófugos del
fascismo se hacinaban, malvivían y morían. Fueron meses muy duros, sin saber de
los míos, separado de tu madre que ya te llevaba en el vientre. En un lugar
así, siendo apenas un muchacho, me dio por escuchar las conversaciones de
aquellos hombres tristes, agotados por tres años de guerra y tratados,
finalmente, como escoria...”
Otro ataque de tos interrumpió el discurso y me hizo temer que la muerte
robara el desenlace de la historia. Ya amanecía y empecé a distinguir aquel
rostro gastado por el dolor. Su voz era más débil y acerqué mi oreja hasta sus
labios.
“...le llamaban el viejo desdentado, o el desdentado a secas. Los hombres
hablaban de él con sorna o con respeto pero siempre con el aliento del miedo en
la voz. Averigüé donde dormía y me acerqué a su barracón en plena noche. Supo
de mi intención, Dios sabe cómo, porque le hallé de pie junto a la entrada y al
verme dijo: “¿Quieres saber?, escucha” . Habló poco, sin pausa, con voz nasal y
monótona, los ojos en blanco miraban a la luna y al concluir dibujó el signo de
la cruz en el centro de mi pecho. Se fue sin despedirse. Cuando llegué a mi
camastro, temblaba en cuerpo y alma.”
De nuevo el silencio, el triste amanecer.
La presencia de la muerte era ahora más notoria y cuando el moribundo
volvió a hablar, apenas le entendí. Algo pude rescatar, sin embargo, de aquel
hilo de voz:
“Desgracias, sólo desgracias anunciaba su boca... la muerte de tu madre en
el parto, el retorno a la patria, la prisión, la gigantesca guerra que
devastaría Europa, mi tristeza constante, tu soledad, la extinción de mi
sangre, ..”
Antes de morir pronunció el nombre de mi madre, o eso quise entender de
aquel balbuceo.
**********
He pasado veinte años hurgando en el misterio. Mi mente - pobre péndulo
cansado - encontró en el enigma dos posibles fisuras:
En el primer dictamen, el azar aglutina idénticos factores en momentos
históricos dispares: el vidente que auguró la desdicha al oscuro capataz no
pudo ser el mismo que ochenta años después esperaba en la puerta del barracón
la llegada de aquel pobre muchacho y, sin embargo, los dos eran oráculos
atroces y certeros de similar aspecto y similar liturgia, demasiado alejados en
el tiempo para conjeturar que fueran una misma persona. Fue el propio azar,
también, quien me añadió a la trama.
Una segunda opción, espeluznante, contempla una sola entidad que atraviesa
los siglos y anuncia cataclismos en lugares e instantes diferentes para
advertir a los hombres sobre el futuro horror, personal o planetario. La figura
que la voz de mi padre describe desde la oscuridad es entonces la misma que el
anónimo autor anota en su dietario.
En las dos conclusiones anida lo insensato; no es menos increíble la remota
probabilidad que la existencia de un profeta inmortal. Ambas visiones son
sobrenaturales, ambas monstruosas.
La vejez me ha vuelto perezoso, ya no busco certezas. Prefiero imaginar que escucharé algún día la voz
del desdentado - ese es mi secreto temor, mi secreta esperanza – anunciando la
hora de mi muerte, que no anda muy lejana.