jueves, 24 de julio de 2014

EL DESDENTADO (recordando a Borges)




Lo insólito, lo extraordinario, no es patrimonio exclusivo de la ficción. Este relato contiene ese ingrediente y sin embargo se apoya únicamente en un viejo documento y en mi propia memoria. 

El suceso – aunque aquí la sucesión es discutible - comenzó para mí hace veinte años cuando sonó el teléfono, un sábado al mediodía. Pascual, compañero de oficina, por lo demás obtuso y mezquino personaje, me ofrecía un trato: “Mi tío abuelo Santiago se nos fue al otro barrio hace unos días y ha dejado libros y papelotes que quiero ventilar antes de vender su piso. He pensado en ti porque sé que te gustan estas cosas; a mi, en cambio, solo me sirven para juntar polvo. Acércate, hombre, aquí hay para dar y vender. Mejor lo segundo que lo primero, claro.”
Pasé la tarde rebuscando entre paquetes de Reader’s Digest y Best-sellers deslomados. Me supo mal por Pascual y separé una Biblia ilustrada con cierto gusto y un libro de cuentas que me llamó la atención por su encuadernación donde se detallaba el control administrativo de lo que debió ser una gran finca.
Los listados de material y las cifras poblaban sus páginas. De vez en cuando, un párrafo apretado hablaba de lindes, cosechas y escarcha;  todo escrito en tinta negra por alguien cuya mano debió ser torpe para ese cometido pero, sin duda, enérgica para otros menesteres. El último apunte está fechado a mediados de 1863.

“La Biblia te la dejo en veinticinco, el libraco te lo regalo. Creo que fue del abuelo del difunto que era terrateniente o algo así. De cuando la familia era respetable todavía. Del año de la kika, vamos”

Deposité el cuaderno en un estante accesible y en momentos de tedio frecuentaba su interior por el placer de imaginar al hombre, pluma en mano, un siglo atrás.

Con los años, la memoria se nos estrecha y tendemos a arrebujar los recuerdos, a engarzarlos sin transición. No sé cuanto tiempo pasó desde aquel sábado hasta el instante en que hallé la anotación. Ocupaba el cuarto inferior de una página y la caligrafía parecía más cuidada, aun siendo el mismo autor. Una fecha la encabezaba.
Transcribo desde el cuaderno, que todavía conservo:

“siete de abril –
Hoy se me antojó visitar al desdentado. Hay quien se desvive por pedirle
consejo, yo nunca lo había hecho. La cabaña la tiene más arriba de las peñas blancas. Le traigo cecina y un queso, él me ha dado vino. Al preguntarle yo, ha salido al fresco y me ha dicho cosas con los ojos en blanco dirigidos al sur. El viejo me ha anunciado la ruina de la cosecha, también rapiñas, guerra y miseria para lo que viene. Con un dedo ha hecho la señal de la cruz sobre mi pecho. Después se ha cobijado.”

Aquí finaliza la crónica y se reanuda la retahíla de sumas, medidas de grano y listas de aperos de labranza.  A las pocas páginas el cuaderno enmudece y las hojas restantes aparecen vacías, como si el desastre augurado se hubiera cumplido finalmente. Me sorprendió encontrar un episodio tan singular en un volumen de contenido tan áspero y sonreí pero no tardé en olvidar. A los pocos días me llamaron desde el hospital porque mi padre se moría.

La habitación de un agonizante tiene algo de sagrado, de sobrecogedor. Uno comparte con el enfermo esa antecámara de la eterna extinción y se siente pequeño e intruso, con ganas de ir a tomar un café, sumergirse en el tráfico o meterse en un cine. A veces pienso que es más sensato morir solo y no incomodar a los vivos con miradas vidriosas y estertores.

Llegué de madrugada al hospital; en la habitación oscura, mi padre era una silueta en la sombra y un jadeo nervioso. “Mejor así, mejor no verle”, pensé.
Pasó una hora en silencio y casi me dormía cuando un ataque de tos del moribundo me desveló bruscamente. Me sentí inútil y le susurré al oído: “¿quieres agua, papá?”. El viejo me reconoció y respondió con voz grave : “déjame dormir”. Y de nuevo la quietud, la oscuridad, la espera de un final inevitable. Sentí un silencio todavía más profundo y sospeché que mi padre había dejado de respirar. La irrupción de su voz me sobresaltó:

“¿Te hablé del desdentado?” – yo retuve el aliento y crispé mi mano contra el muslo para comprobar que no soñaba. “No, papá, nunca me hablaste”. Mi padre suspiró.
“El desdentado. Nunca le hablé a nadie de esto. Por vergüenza tal vez”
Me pareció que aquella voz llegaba desde una lugar lejano y tuve la convicción de que estaba escuchando sus últimas palabras.

“Cuando acabó la guerra pasé a Francia y, como tantos perdedores, fui a dar con mi macuto en un campo de internamiento cercano a la frontera cuyo nombre he olvidado. Era aquello un infierno de barracones sucios donde los prófugos del fascismo se hacinaban, malvivían y morían. Fueron meses muy duros, sin saber de los míos, separado de tu madre que ya te llevaba en el vientre. En un lugar así, siendo apenas un muchacho, me dio por escuchar las conversaciones de aquellos hombres tristes, agotados por tres años de guerra y tratados, finalmente, como escoria...”

Otro ataque de tos interrumpió el discurso y me hizo temer que la muerte robara el desenlace de la historia. Ya amanecía y empecé a distinguir aquel rostro gastado por el dolor. Su voz era más débil y acerqué mi oreja hasta sus labios.

“...le llamaban el viejo desdentado, o el desdentado a secas. Los hombres hablaban de él con sorna o con respeto pero siempre con el aliento del miedo en la voz. Averigüé donde dormía y me acerqué a su barracón en plena noche. Supo de mi intención, Dios sabe cómo, porque le hallé de pie junto a la entrada y al verme dijo: “¿Quieres saber?, escucha” . Habló poco, sin pausa, con voz nasal y monótona, los ojos en blanco miraban a la luna y al concluir dibujó el signo de la cruz en el centro de mi pecho. Se fue sin despedirse. Cuando llegué a mi camastro, temblaba en cuerpo y alma.”

De nuevo el silencio, el triste amanecer.  La presencia de la muerte era ahora más notoria y cuando el moribundo volvió a hablar, apenas le entendí. Algo pude rescatar, sin embargo, de aquel hilo de voz:

“Desgracias, sólo desgracias anunciaba su boca... la muerte de tu madre en el parto, el retorno a la patria, la prisión, la gigantesca guerra que devastaría Europa, mi tristeza constante, tu soledad, la extinción de mi sangre, ..”

Antes de morir pronunció el nombre de mi madre, o eso quise entender de aquel balbuceo.

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He pasado veinte años hurgando en el misterio. Mi mente - pobre péndulo cansado - encontró en el enigma dos posibles fisuras:  

En el primer dictamen, el azar aglutina idénticos factores en momentos históricos dispares: el vidente que auguró la desdicha al oscuro capataz no pudo ser el mismo que ochenta años después esperaba en la puerta del barracón la llegada de aquel pobre muchacho y, sin embargo, los dos eran oráculos atroces y certeros de similar aspecto y similar liturgia, demasiado alejados en el tiempo para conjeturar que fueran una misma persona. Fue el propio azar, también, quien me añadió a la trama.

Una segunda opción, espeluznante, contempla una sola entidad que atraviesa los siglos y anuncia cataclismos en lugares e instantes diferentes para advertir a los hombres sobre el futuro horror, personal o planetario. La figura que la voz de mi padre describe desde la oscuridad es entonces la misma que el anónimo autor anota en su dietario.

En las dos conclusiones anida lo insensato; no es menos increíble la remota probabilidad que la existencia de un profeta inmortal. Ambas visiones son sobrenaturales, ambas monstruosas.


La vejez me ha vuelto perezoso, ya no busco certezas.  Prefiero imaginar que escucharé algún día la voz del desdentado - ese es mi secreto temor, mi secreta esperanza – anunciando la hora de mi muerte, que no anda muy lejana.