El emperador estaba borracho; deambulaba sobre el mármol
de la sala del trono con una botella de brandy en la mano, aullando, más que
cantando, una vieja tonada obscena. Su
recital carecía de auditorio ya que en un arrebato de cólera había expulsado de
la estancia a todo su séquito, incluyendo a la emperatriz y al príncipe
heredero.
Durante el
banquete se había sentido, como era habitual, profundamente solo. No hallaba,
entre tantos comensales, ni una sola persona digna de su confianza y detestaba
aquella atmósfera hostil en torno suyo: los gestos aduladores de consejeros y damas,
el acecho constante del primer ministro, la fría mirada de la emperatriz, la
mezquindad de su propio hijo. También, como cada noche, había intentado mitigar
su malestar bebiendo sin mesura. Después de la cena, ya embriagado, se
arrellanó en el trono y buscó un motivo para seguir soportando la presencia de
aquellos cortesanos, pero no lo encontró, de modo que alzó su figura
tambaleante y despidió a la concurrencia entre insultos y amenazas. La
tragicómica escena se repetía con cierta frecuencia en aquella corte.
El emperador estaba solo; caminaba errante por el enorme
salón, aferrado a su botella de licor y gritando a las paredes su canción
procaz. Notó, de pronto, que la náusea le dominaba y se abrazó al busto de un
viejo general para no caer redondo. Fue avanzando a trompicones, de busto en
busto, circundando el perímetro de la sala hasta atinar con el acceso a la
terraza. Afuera, el fresco de la madrugada le golpeó en la cara y la visión
aérea de la capital le mareó aún más; se aferró a la balaustrada e intentó
fijar la mirada en el horizonte de la ciudad pero no hubo manera de detener el
bailoteo de torres, techos y alumbrado. Cerró los ojos.
Mientras navegaba en aquellas tinieblas tomó conciencia
de su realidad: el imperio era un caos de miseria y corrupción, el pueblo
aborrecía a sus gobernantes y la traición asediaba su trono día y noche. Hasta
su propia familia conspiraba contra él. Comprendió que su reinado era un
desastre y su vida personal una pocilga. El emperador sintió un asco infinito y
lanzó su vómito más allá de la barandilla, hacia la noche; después regreso al
interior con pasos vacilantes y se desplomó en el trono. Se durmió de inmediato.
Soñó que surcaba
los mares en un blanco navío y arribaba a las costas de una isla. Al
desembarcar, una multitud eufórica le aclamaba, arrojando flores a su paso.
Entre coros y fanfarrias era conducido en lujoso carruaje hasta un castillo
resplandeciente donde un obispo de rostro bondadoso le coronaba con gran pompa.
Su reino era un jardín fértil y hermoso donde los
súbditos - campesinos, artesanos, pescadores - se entregaban con alegría a sus
ocupaciones. La guerra, el hambre o la enfermedad eran asuntos desconocidos y
la gente llegaba a la vejez con la dicha de haber vivido en paz. El pueblo, por
supuesto, adoraba a su rey.
Los ministros eran honestos, las damas virtuosas y los
cortesanos respetuosos con la autoridad del monarca. La reina, una criatura
espléndida, le amaba con ternura y pasión, y el heredero al trono acumulaba
todas las virtudes de la juventud y ninguno de sus defectos.
Cada noche se celebraba un banquete con mantelerías de
inmaculada blancura y se llenaban las copas con vinos perfumados. Después, en
la sobremesa, se recitaban poemas de elogio a la monarquía y se cantaban
antiguas sagas que despertaban la emoción de los asistentes.
Los domingos, el rey se engalanaba de blanca seda y
saludaba a su pueblo desde el balcón de palacio mientras cientos de blancas
palomas eran liberadas rumbo al cielo de la isla. Todo era virtud, prosperidad
y felicidad.
El emperador emitía tales alaridos que la corte,
alarmada, acudió en tropel a la sala del trono. Tras un último grito
desgarrador, abrió los ojos, sobresaltado.
"Dios mío", susurró, "qué horrible
pesadilla…"
Ya más sosegado, advirtió que los rostros expectantes a
su alrededor eran presencias familiares: el primer ministro, los cortesanos,
las damas, la emperatriz… Estudió con atención aquellas facciones de rapaz
donde la ruindad y la perfidia se transparentaban de manera evidente y sintió
entonces un enorme alivio al comprobar que, por fortuna, había vuelto a casa.
El emperador sonrió y exclamó con voz ronca: "¡Traed
más brandy!".