martes, 12 de agosto de 2014

INTERIOR


La mente de Dios es semejante a la superficie de un lago en invierno: nítida e inmóvil; metáfora de místicos que pudiera aplicarse - sin mucha fortuna - a la atmósfera de aquel momento. Si acaso, tan solo la sutil respiración de los presentes delataba la existencia de vida en el recinto. A veces, un seco carraspeo, un gemido apagado, rasgaban el silencio.  
La expectativa hueca de aquellas miradas fijas en un horizonte de metal cromado delataba la ausencia de la noción de tiempo; una espera vacía, nebulosa, carente de objetivo, o tal vez una suma de objetivos dispersos que se resuelve en nada.
A pesar de ocuparlo seres vivos, el lugar no era amable ni humano, pues la tibieza de los cuerpos cercanos era solo un concepto intuido que flotaba en el aire; un aire sin olor ni carisma, tan neutro como el resto de aquel universo neutro.
Más allá del mutismo imperante, el murmullo de una remota maquinaria se derramaba sin cesar sobre aquellas figuras estáticas; una nota profunda, pertinaz, que perforaba sutilmente las paredes del tiempo.
De pronto, el inesperado ataque de tos de un tripulante detuvo el suave devenir de la rutina. Le sucedió un instante de alientos contenidos y miradas de reojo.  Alguno sintió el roce involuntario de quien estaba a su lado. Se produjo, en definitiva, un ligero conato de inquietud. Al poco, el pesado engranaje del vacío reinició el movimiento.
De nuevo, los hombros caídos, la aséptica y absurda contemplación del aluminio, la mente absorta en objetos sin vida, y el rumor lejano e insistente, devorando ese espacio diminuto.


A los pocos segundos, el viaje ascendente finalizó y la puerta del ascensor se abrió.

EL SUEÑO DEL EMPERADOR

El emperador estaba borracho; deambulaba sobre el mármol de la sala del trono con una botella de brandy en la mano, aullando, más que cantando, una vieja tonada obscena.  Su recital carecía de auditorio ya que en un arrebato de cólera había expulsado de la estancia a todo su séquito, incluyendo a la emperatriz y al príncipe heredero. 
 Durante el banquete se había sentido, como era habitual, profundamente solo. No hallaba, entre tantos comensales, ni una sola persona digna de su confianza y detestaba aquella atmósfera hostil en torno suyo: los gestos aduladores de consejeros y damas, el acecho constante del primer ministro, la fría mirada de la emperatriz, la mezquindad de su propio hijo. También, como cada noche, había intentado mitigar su malestar bebiendo sin mesura. Después de la cena, ya embriagado, se arrellanó en el trono y buscó un motivo para seguir soportando la presencia de aquellos cortesanos, pero no lo encontró, de modo que alzó su figura tambaleante y despidió a la concurrencia entre insultos y amenazas. La tragicómica escena se repetía con cierta frecuencia en aquella corte.
El emperador estaba solo; caminaba errante por el enorme salón, aferrado a su botella de licor y gritando a las paredes su canción procaz. Notó, de pronto, que la náusea le dominaba y se abrazó al busto de un viejo general para no caer redondo. Fue avanzando a trompicones, de busto en busto, circundando el perímetro de la sala hasta atinar con el acceso a la terraza. Afuera, el fresco de la madrugada le golpeó en la cara y la visión aérea de la capital le mareó aún más; se aferró a la balaustrada e intentó fijar la mirada en el horizonte de la ciudad pero no hubo manera de detener el bailoteo de torres, techos y alumbrado. Cerró los ojos.
Mientras navegaba en aquellas tinieblas tomó conciencia de su realidad: el imperio era un caos de miseria y corrupción, el pueblo aborrecía a sus gobernantes y la traición asediaba su trono día y noche. Hasta su propia familia conspiraba contra él. Comprendió que su reinado era un desastre y su vida personal una pocilga. El emperador sintió un asco infinito y lanzó su vómito más allá de la barandilla, hacia la noche; después regreso al interior con pasos vacilantes y se desplomó en el trono. Se durmió de inmediato.
 Soñó que surcaba los mares en un blanco navío y arribaba a las costas de una isla. Al desembarcar, una multitud eufórica le aclamaba, arrojando flores a su paso. Entre coros y fanfarrias era conducido en lujoso carruaje hasta un castillo resplandeciente donde un obispo de rostro bondadoso le coronaba con gran pompa.
Su reino era un jardín fértil y hermoso donde los súbditos - campesinos, artesanos, pescadores - se entregaban con alegría a sus ocupaciones. La guerra, el hambre o la enfermedad eran asuntos desconocidos y la gente llegaba a la vejez con la dicha de haber vivido en paz. El pueblo, por supuesto, adoraba a su rey.
Los ministros eran honestos, las damas virtuosas y los cortesanos respetuosos con la autoridad del monarca. La reina, una criatura espléndida, le amaba con ternura y pasión, y el heredero al trono acumulaba todas las virtudes de la juventud y ninguno de sus defectos.
Cada noche se celebraba un banquete con mantelerías de inmaculada blancura y se llenaban las copas con vinos perfumados. Después, en la sobremesa, se recitaban poemas de elogio a la monarquía y se cantaban antiguas sagas que despertaban la emoción de los asistentes.
Los domingos, el rey se engalanaba de blanca seda y saludaba a su pueblo desde el balcón de palacio mientras cientos de blancas palomas eran liberadas rumbo al cielo de la isla. Todo era virtud, prosperidad y felicidad.
El emperador emitía tales alaridos que la corte, alarmada, acudió en tropel a la sala del trono. Tras un último grito desgarrador, abrió los ojos, sobresaltado.
"Dios mío", susurró, "qué horrible pesadilla…"
Ya más sosegado, advirtió que los rostros expectantes a su alrededor eran presencias familiares: el primer ministro, los cortesanos, las damas, la emperatriz… Estudió con atención aquellas facciones de rapaz donde la ruindad y la perfidia se transparentaban de manera evidente y sintió entonces un enorme alivio al comprobar que, por fortuna, había vuelto a casa.
El emperador sonrió y exclamó con voz ronca: "¡Traed más brandy!".