jueves, 9 de julio de 2015

COMPAS 102



Durante la primera pausa del ensayo, mientras orinaba, me sobresaltó un gemido procedente de uno de los retretes. No había nadie más en los lavabos, a excepción de aquel sollozo ahogado tras la puerta del excusado, y apresuré mi tarea para escapar de la incomodidad. Un segundo gemido, justo antes de salir al pasillo, me detuvo. Escuché. Siguieron más sollozos y algunas palabras incomprensibles, emitidas con voz quebrada, que no revelaban esfuerzo físico sino impotencia y rabia contenida; un lamento similar al que a veces se oye en los velatorios, cuando los difuntos son jóvenes o niños.Obligado por la curiosidad, esperé junto a la máquina de café, con la vista fijada en la puerta de los servicios, y al poco vi salir a un hombre corpulento y calvo, de aspecto eslavo, que por la edad pudiera ser mi padre. No parecía nervioso ni turbado, pero sus ojos ardían como ascuas. Era Andrei, mi compañero de atril en la orquesta.

Han pasado veinticinco años desde el episodio en los lavabos del teatro. En aquel periodo de mi vida, todavía estaba activo en mí ese mecanismo interno que permite abrirnos a lo nuevo, a cualquier cosa que parezca ayudarnos a comprender el galimatías de la existencia. El incidente de Andrei – o “incidente del compás 102”, como me gusta recordarlo -, cuya primera escena acabo de describir, es una de esas experiencias de juventud que, de algún modo, condicionaron mi visión del mundo.

Yo acababa de graduarme, y aunque vivía con mis padres, procuraba ganar algún dinero colaborando puntualmente con cualquier orquesta que me ofreciese la oportunidad. Fue así como conocí a Andrei, uno de tantos músicos del este, llegados en oleada tras la caída del muro, y afincados en un país a tres mil kilómetros de su lugar de nacimiento.

Andrei era un viejo lobo de envidiable profesionalidad, adusto pero cortés, y aunque me doblaba en edad y experiencia,  nunca me sentí incómodo trabajando a su lado. Ambos compartíamos a menudo, en insólita simbiosis, un atril en la tercera línea de los segundos violines. Ignoro si tenía o no familia.

El día del suceso en los retretes, se iniciaban los ensayos de una producción fuera de temporada, bajo la batuta de un director invitado - leyenda viva en el Olimpo musical de la desaparecida Unión Soviética - que ofrecía su última gira desde la silla de ruedas, antes de extinguirse por completo. El maestro – un anciano obeso, de mirada remota y labios amargos, embutido en una camisa hawaiana – fue instalado sobre el podio, en su trono rodante, y tras una breve salutación, levantó la varita mágica.

Siempre he sido escéptico respecto a los directores carismáticos, cuya supuesta presencia magnética consigue hechizar a los profesores de la orquesta, pero lo cierto es que la estampa de aquel anciano,  inmóvil como un reptil, contemplándonos desde la cumbre antes de dar la primera entrada, me pareció sobrecogedora. Más tarde, en el transcurso del ensayo, observé que mis colegas y yo sucumbíamos progresivamente a la hipnosis de sus ojos grises y su gesto pesado, hasta caer en un sueño colectivo donde cada cual era pieza imprescindible de un proyecto heroico. Durante un instante especialmente intenso, me pareció percibir que el sonido de la orquesta no surgía de nuestros instrumentos sino de su vientre floreado, y quise escapar de la alucinación, pero en el momento en que resonaba el último acorde, tuve que admitir, perplejo y derrotado, que aquel hombre era un músico extraordinario, acaso un genio .en su disciplina.

Al finalizar la jornada, mientras guardábamos el violín en el estuche, me aventuré a preguntar a Andrei si le había gustado el ensayo. Él me miró con cierta desconfianza y se mantuvo paralizado durante unos segundos; reacción comprensible, dado que más allá del saludo, apenas nos dirigíamos la palabra. Después rompió la inmovilidad y declaró “gran maestro, gran maestro”, asintiendo con la cabeza repetidamente. En realidad, la pregunta que deseaba dirigirle era otra: “¿por qué llorabas en los lavabos?”, pero mi curiosidad no era tan incontrolable como para hacerme perder la sensatez.

Durante los ensayos posteriores, descubrí que dos procesos paralelos se iban desarrollando, a medida que nos acercábamos al concierto. Mientras el maestro nos conducía de la mano hacia versiones memorables de Prokofiev y Shostakovich  - nunca la orquesta había sonado así; nunca más volvería a sonar así -, mi  compañero de atril, a quien yo examinaba secretamente desde el día de los lavabos, parecía sufrir un desmoronamiento progresivo.

Andrei, violinista experimentado, curtido entre orquestas de alto nivel, cometía errores propios de un novato - lapsos, entradas falsas, descuidos de afinación- en obras que debía conocer prácticamente de memoria. En ocasiones, dejaba de tocar y fijaba sus ojos en el viejo director, con la misma expresión de quien viera una explosión atómica en el horizonte, y entonces yo, hostigado por el desamparo, redoblaba mi actividad para llamar su atención hasta que él reaccionaba.

La víspera del concierto, al final del ensayo general, todos aplaudimos con entusiasmo cuando la batuta se detuvo. Andrei, que durante aquella última sesión había vuelto a su corrección y serenidad habituales, se quedó sentado, con la mirada absorta en el suelo de parqué, mientras los demás saludaban al maestro o abandonaban el escenario.

A la salida del teatro, una tormenta de verano abrazaba la ciudad, y cada cual corrió, aferrado a su instrumento, en busca de refugio. Sin paraguas, y a varias manzanas de la estación de metro, preferí esperar a que la lluvia arreciara, cenando en el primer bar que me salía al paso. Recuerdo que me sentí agotado, y agradecí no encontrar colegas en aquel local diminuto.

A los pocos segundos de sentarme en la barra, la voz de Andrei me golpeó en la nuca - “noche terrible, perdón si te molesto” - y al darme la vuelta, lo vi plantado frente a mí, protegiendo el estuche de violín con la cazadora y calado desde la calva hasta los zapatos. Le invité a sentarse a mi lado, y en ese momento comenzó una larga y extraña noche.

Andrei hablaba con acento melifluo en un español correcto; sus frases, rematadas a veces por el trueno o el fragor de la lluvia, eran sorprendentemente precisas, incluso hermosas. Tan solo al final de la noche, el alcohol consiguió que se deformara su discurso, y se colaran expresiones en ruso, y acaso en otro idioma desconocido para mí.

Visitamos un par de tugurios y nos despedimos, tambaleantes, en algún lugar cercano al paseo marítimo. Recuerdo un último abrazo de borrachos, mientras el sol asomaba tímidamente entre las grúas del puerto. Cuando desperté, el malestar físico de la resaca se confundía con la pesadilla que Andrei – aún hoy en día, ignoro el por qué -había querido compartir conmigo.

La noche del concierto, el público acudió en masa para ver a su mito, y éste no les defraudaba. La sinfonía “clásica” de Prokofiev cerró la primera parte con un aluvión de aplausos que duró más de diez minutos. Andrei, por su parte, se comportó con absoluta normalidad en lo que se refiere a su labor, y durante la pausa, se mantuvo distante conmigo, pero conversó con desenfado en un círculo de compañeros. Llegué a creer que el encuentro de la noche anterior había sido una fantasía elaborada mientras yo escuchaba la tormenta desde la barra del bar.

La sexta sinfonía de Shostakovich completaba el concierto. El Largo inicial semeja un Via Crucis dilatado y desolador que acaba derivando en una suerte de marcha fúnebre, cuyo punto álgido se halla en el compás 103. En el compás anterior, el entramado orquestal alcanza la máxima tensión, antes de estallar. Ahí es donde Andreí se levantó y gritó.

Primero fueron nombres – “Kirill Alexandrovich Bogdanov, Vadim Efimovich Beliayev, Mariya Yurievna Orlova…”-, alrededor de doce nombres enumerados con meticulosidad, como si cada sílaba sostuviera el universo, mientras Andrei empuñaba el arco, apuntando al corazón del anciano. Éste permanecía con el gesto congelado, batuta en alto, anticipando un fortíssimo que no iba a sonar jamás, mientras orquesta y público se habían transformado en efigies enmudecidas por el asombro.

Cuando concluyó la relación de desconocidos, Andrei embistió con su corpulencia, derribando atriles y partituras, rumbo al podio del director, mientras vomitaba en su idioma lo que parecía una diatriba acusatoria. El viejo soltó su batuta e inició una grotesca danza de contorsiones en un intento absurdo por escapar de su prisión con ruedas. La intervención de algunos músicos pudo evitar la agresión final.

Lo último que recuerdo de aquella noche, es la imagen operística de un escenario caótico, en el que destacan dos figuras inmovilizadas, dos rostros enfrentados: uno ardiendo de cólera, el otro pálido de espanto.

Más allá del alboroto y el escándalo, la reacción de Andrei no me sorprendió; yo sabía, desde su confesión durante la noche de borrachera, que él iba tomar una determinación. Pudo haber elegido el silencio, la aceptación del peso de la historia, que aplasta las tragedias efímeras y las despoja de cualquier capacidad de reivindicación. Pudo haberse obligado a borrar de la memoria,  las ausencias inexplicables, las desapariciones súbitas de amigos y familiares ante sus ojos infantiles.  Pudo haber finalizado el concierto y consentir que aquel delator, cómplice de un régimen que se alimentaba de asesinatos para sobrevivir, fuera ovacionado como un artista excepcional. Tal vez deseó esa opción y no pudo asumirla. Tal vez su estallido  en el compás 102 fuera el único sendero posible para un corazón estrangulado por un pasado demasiado doloroso.

El suceso se convirtió en un caramelo para los medios, y algunos titulares fueron especialmente crudos – El icono del mundo musical soviético, denunciado públicamente por un compatriota– si no grotescos - Las victimas de Stalin resucitan sobre el escenario del Teatro Nacional - , pero aunque algunos colectivos se movilizaron tímidamente, el caso no llegó mucho más lejos. Por lo demás, Andrei  - sin pruebas, sin dinero, sin gran deseo - nunca pretendió acudir a los tribunales. Su gesto fue teatral y en cierto modo inútil, pero imprescindible para la memoria de los muertos, y para el sosiego de su propia conciencia.

El anciano director no volvió a empuñar la batuta desde aquella noche memorable y murió diez meses después en un hospital de Ginebra. La polémica nunca estuvo ausente en los actos de homenaje.

A Andrei, mi compañero de atril, le perdí la pista por completo. Probablemente regresara a su país, ya que, después del incidente, se convirtió en persona non grata para el mercado laboral.

Han pasado veinticinco años, y yo tengo ahora la edad de Andrei por aquel entonces. A menudo recuerdo la noche en que la tormenta nos juntó, y afloraron verdades terribles y dilemas desgarradores. “También es pecado aniquilar a un gran artista”, confesó, mientras contemplábamos el amanecer desde el paseo marítimo. Entonces me pareció oír en el interior de su alma, el estrépito de una lucha encarnizada entre el anhelo de justicia y la veneración al viejo maestro.