sábado, 30 de agosto de 2014

UNA CANCIÓN ANTIGUA



Me la cantó pequeño buey durante la hora de las moscas, cuando el sol se enfurece con la tierra,  y los hombres y las bestias se ocultan como pueden para no sufrir el destino de nuestro río, que años atrás acariciaba los lindes de nuestra aldea y ahora no es más que un surco cegado por piedras y matorrales secos. Le llamaban pequeño buey porque se pasaba las horas vagando con la manada, imitando con bufidos y sacudidas a los animales que le rodeaban y ostentando dos astas de madera, sujetas a la frente con cordeles de lino.

Había sido un poderoso hechicero en el poblado de los cazadores de antílopes que hay al otro lado de la cordillera, – al menos eso contaba mi padre, y puede que fuera cierto porque mi padre apenas hablaba y nunca mentía – hasta que el espíritu de una mujer pantera se apoderó de su corazón y le desposeyó de su autoridad de mago y también de su juicio. De modo que abandonó el que fuera su imperio y deambuló por las montañas de cal, alimentándose de arañas, hasta llegar a nuestro poblado, donde cayó a cuatro patas por el peso de sus tribulaciones, y así se mantuvo mientras vivió; o eso parece, porque nadie volvió a verle sobre dos pies.

En la aldea,  las ubres de las vacas y las sobras que las viejas lanzaban al vertedero, impedían que pequeño buey muriera de hambre, y nunca nadie de entre nuestra gente le apaleó ni le apedreó; ni siquiera los niños. Se le ignoraba, como se ignora una roca o el olor del estiércol, pero había también un espanto oculto entre nosotros porque sabíamos que pequeño buey, a pesar de su aspecto y sus ademanes, seguía siendo un brujo, y no es prudente hostigar a un brujo.

Yo, como otros niños,  vivía fascinado por pequeño buey. Aún hoy, en los últimos días de mi vida, conservo el recuerdo de la fiebre que me atraía sin remedio a la compañía de aquella criatura. En las horas de fuego, cuando la aldea se refugiaba en la sombra, siempre le hallaba tumbado junto a las acacias, babeando y mugiendo débilmente con los ojos en blanco. Yo le acechaba desde los matorrales, con mi cuerpecito inmóvil y el corazón enloquecido, y él fingía no darse cuenta de mi pequeña presencia, aunque ambos sabíamos que aquel era nuestro momento común, nuestra isla. La voz de pequeño buey se alzaba entonces sobre el rugido de las cigarras y, sin abandonar su postura bestial, salmodiaba sus baladas.

Nunca supe si aquellas canciones surgían de sus días de hechicería  - huellas de un mundo arcaico -o brotaban espontáneamente, como un atributo más de su talante disparatado, pero cuando pequeño buey cantaba en el fragor del mediodía, yo bebía sus palabras como agua recién salida del pozo.

Tan sólo una de las canciones ha sobrevivido a mi memoria; el resto se debió disolver bajo la luz de la luna. O quizás pequeño buey repitió miles de veces la misma tonada y yo la escuché cada tarde como si fuera la primera vez.

Ahora, acuclillado en la entrada de la choza mientras espero la noche,- ¿o es a la muerte a quien espero? – vuelvo a canturrear la canción de pequeño buey y saboreo el recuerdo de su voz áspera y remota:

Vuela de rostro en rostro,
invisible y veloz atraviesa la noche
para robar los frutos del dolor.
Ladrón de lágrimas, ¿qué harás con tu botín?
¿Para quién atesoras la cosecha de duelos,
desazón y miserias?
Ladrón de lágrimas, ¿Adónde vas ahora?
Voy a los campos de Dios, a la aldea sagrada
donde vive el Supremo,
llenaré con mis hurtos la cisterna
y el Padre celestial, cada mañana,  
sumergirá su cuerpo para borrar los sueños
que la noche trajera.
Vuela de rostro en rostro
invisible y veloz atraviesa la noche
para robar los frutos del dolor.
Ladrón de lágrimas, no vayas lejos,
mi dolor será tuyo sin que fuerces la entrada.

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